1Tim. 3, 1-13;
Sal. 100;
Lc. 7, 11-17
‘Todos sobrecogidos daban gloria a Dios, diciendo: Un gran profeta ha aparecido entre nosotros’. Es la admiración ante lo sucedido. Es el reconocimiento de la fe. ‘Daban gracias a Dios’. Es el reconocer el misterio de Dios que se les manifiesta: ‘un gran profeta ha aparecido entre nosotros’.
Pero ¿qué es lo que estamos viendo? Dios que viene al encuentro del hombre. El rostro misericordioso de Dios que se nos manifiesta en Jesús. En otras ocasiones será el enfermo o el que sufre, el que tiene el mal dentro de sí o el que se siente pecador el que acude a Jesús buscando la salvación, buscando la salud, buscando la vida. Claro que siempre hemos de saber ver una moción del Espíritu en el interior del hombre para buscar esa salvación, aunque no sepa bien cómo lo hace.
Pero en esta ocasión es Jesús el que viene al encuentro del hombre. Llega a la ciudad y se encuentra con el gentío de los que salen a enterrar al joven difunto, hijo único de una madre que era viuda. Y es Jesús el que se acerca, detiene la comitiva, se acerca hasta el féretro, levanta de la muerte al muchacho devolviéndoselo vivo a su madre. Se le movieron las entrañas a Jesús; allí estaba su corazón misericordioso. ‘Al verla – a la madre llena de dolor por la muerte de su hijo – le dio lástima, se acercó al ataúd, lo tocó – para que se detuvieran los que lo llevaban – y dijo: ¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!’.
Jesús sigue acercándose a nosotros, en nuestro sufrimiento, en nuestro dolor, en lo que es nuestra vida tan llena de muerte en ocasiones. Quiere levantarnos; quiere devolvernos la vida, quiere resucitarnos porque quiere darnos la vida verdadera. Toca nuestra vida, nos llama la atención, nos habla a través de signos y de acontecimientos, nos grita su palabra, pero algunas veces no nos detenemos, seguimos en nuestro camino de muerte, no reconocemos a Jesús, no aceptamos y recibimos su salvación.
La misma muerte de nuestro pecado que nos envuelve nos hace insensibles, sordos a la llamada de Jesús. Vemos las maravillas de Dios y no somos capaces de reconocerlas. Seguimos en nuestra rutina, en nuestra frialdad, en nuestra indiferencia, en nuestras sorderas y cegueras. Tenemos que escuchar muchas veces evangelios como éste que hoy se nos está proclamando para que vayamos despertándonos a esa acción de Dios. Tenemos que dejar que el Señor llegue a nuestra vida y escuchar su voz.
Todos esos milagros de Jesús que contemplamos en el evangelio están hechos para nosotros. Sí, no pensemos que eso es sólo cosa de otro tiempo, de los tiempos de Jesús en Palestina. Ya sabemos que la Palabra de Dios que escuchamos no es simplemente el relato de historias antiguas, de otro tiempo, o de las cosas que les sucedieron a otros. La Palabra de Dios que se nos proclama, se nos proclama para nosotros y en nosotros quiere realizar esa obra de salvación, en nosotros se han de hacer también esas maravillas de Dios.
Ahora que la estamos escuchando y nos está haciendo pensar, pidámosle al Señor que venga a nosotros y toque nuestros oídos, quite las escamas de nuestros ojos, toque nuestra vida y limpie la lepra de nuestros pecados, nos tienda la mano y nos levante de nuestra invalidez, de nuestra muerte; que no nos deje llegar al sepulcro sino que nos resucite; que su gracia transforme de verdad nuestra vida.
Y también sepamos reconocer y admirarnos por las maravillas que vemos que el Señor sigue haciendo en nosotros y en los que están a nuestro lado. Y sepamos darle gracias, cantar la alabanza, dar a conocer también a los demás las maravillas del Señor. El sigue viniendo a nuestra vida y saliéndonos a nuestro encuentro con su gracia.
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