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jueves, 15 de septiembre de 2011

Una espada de dolor transformada en espada de amor

Hebreos, 5, 7-9:

Sal. 30

Jn. 19, 25-27

Como el oro se purifica en el fuego del crisol el amor se aquilata y se hace mas bello y resplandeciente en la prueba del dolor. ¿Así fue con el amor de María a quien hoy contemplamos dolorosa al pie de la cruz de su Hijo?

El amor de María era el más hermoso y nada podía hacer que se resquebrajase porque ella se sentía inundada como nadie por el Espíritu de Dios, fortalecida en la ofrenda de amor que era capaz de hacer al lado de la cruz de su Hijo y por eso mismo resplandecía como nadie en los fulgores de la fe y del amor. Sin embargo, podemos decir, que la prueba del dolor, la prueba de la pasión y cruz de Jesús a la que la vemos asociada de forma maravillosa, hizo que María brillase para nosotros con brillos y resplandores especiales que nos enseñaban cómo podíamos pasar por esa prueba y salir también aquilatados e igualmente resplandecientes en nuestro amor.

Ayer levantábamos nuestros ojos a lo alto del madero de la cruz para contemplar a Cristo crucificado. Queríamos aprender a abrazarnos a esa cruz de cada día que nos une y nos acerca a la cruz de Jesús como mejor camino para su seguimiento. Hoy contemplamos a la madre, a María, que además allí como un testamento último de amor Jesús nos la deja también a nosotros como madre, pero queremos contemplarla a ella, firme al pie de la cruz, asociandose a la pasión de su Hijo en ofrenda de amor que nos enseña además como aquilatar y hacer resplandecer nuestro amor para vivir un auténtico seguimiento de Jesús.

Contemplamos a María con una espada que le atraviesa el alma como le anunciara el anciano Simeón, allá cuando la presentación del Niño Jesús en el templo. Es la espada del dolor, pero es sobre todo la espada del amor. Sí, porque esa espada que atraviesa el corazón de María – qué duro tiene que ser para una madre contemplar a su Hijo en tan crueles tormentos colgado del madero de la cruz – no es para María sólo una espada de dolor sino que ella ha sabido transformarla en una espada de amor. Y el dolor cuando está así transido por el amor- ofrenda de amor que hace María - estará siempre lleno de esperanza porque vislumbra lo que va a ser el fruto de vida que de ese dolor nacerá.

Por eso la liturgia en este día podrá cantar a María y decirle: ‘Dichosa es Santa María, la Virgen, porque sin morir mereció la palma del martirio junto a la cruz de su Señor’. Y también en las antífonas de la Liturgia de las Horas le canta la Iglesia: ‘Alégrate, Madre dolorosa, porque después de tantos sufrimientos, gozas ya de la gloria celestial, sentada junto a tu Hijo como Reino del universo’. Es lo hermoso que contemplamos hoy en María. Es el gran mensaje y la más hermosa lección que hoy recibimos de María, Madre y Virgen de los Dolores.

Y es que si cuando Jesús se la confió a Juan para fuera su hijo y ella su madre, en Juan nos estamos viendo todos nosotros y por eso la recibimos como regalo del Señor, como madre amorosa para nosotros, además María, allí al pie de la cruz, asociándose a la pasión de su Hijo, está siendo imagen de la Iglesia que así, a ejemplo de María y con María, también quiere asociarse a la pasión redentora de Jesús. Es lo que hemos pedido en la oración litúrgica de esta fiesta. ‘Tú has querido que la Madre compartiera los Dolores de tu Hijo al pie de la cruz, haz que la Iglesia asociándose con María a la pasión de Cristo, merezca participar de su resurrección’.

Queremos, pues, nosotros poner amor en nuestra vida y lo queremos hacer con toda intensidad, porque a Dios hemos de amarle sobre todas las cosas y al prójimo con un amor como el de Jesús. Queremos que ese amor sea puro y total. Mira, pues, donde podemos hacerlo grande y hacerlo resplandecer como el más hermoso, en el crisol de nuestro dolor, en el crisol de nuestros sufrimientos, como decíamos al principio.

En la dureza de nuestro corazón muchas veces tenemos la tentación de rebelarnos contra el dolor que nos puede llevar en ocasiones incluso hasta rebelarnos contra Dios. Mira, pues, donde podemos purificarlo, aquilatarlo, darle un sentido y un valor, transformar esa espada de dolor que tantas veces puede atravesar nuestra vida en una espada de amor. Aprendamos de María, amemos como María, hagamos ofrenda de nuestra vida con amor y la cruz de nuestro dolor será camino de gracia y de santificación para nosotros. María, nuestra madre, nos alcazará esa gracia del Señor. No olvidemos que la pasión es siempre camino de resurrección.

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