Dan. 13, 1-9.15-17.19-30.33-62;
Sal. 22;
Jn. 8, 1-11
Un texto el del evangelio escuchado que nos ayuda por una parte a mirarnos con sinceridad dentro de nosotros mismos, pero contraluz nos hace contemplar el rostro y el corazón misericordioso de Dios llenándonos de esperanza e invitándonos a ir a El a pesar de los que sean nuestros pecados.
Jesús está Jerusalén desde temprano enseñando en el templo. Y allí ‘le traen a una mujer sorprendida en adulterio’. Los escribas y los fariseos quieren poner a prueba a Jesús para poder acusarlo. La ley de Moisés mandaba apedrear sin compasión a las adúlteras. ¿Qué hará Jesús?
Allí estaba quien había dicho muchas veces que ‘el Hijo del Hombre no ha venido a buscar a los justos sino a los pecadores’. En su presencia está una mujer pecadora. Allí estaba quien se nos presentaba como el pastor que va siempre a buscar a la oveja perdida, o como el padre bueno que espera pacientemente la vuelta del hijo que se ha marchado de casa para recibirle con el abrazo del amor y del perdón. ¿Qué hará Jesús?
El también nos había enseñado a no juzgar para no ser juzgados, a no condenar para no ser condenados, porque la medida que usemos será la medida que usarán con nosotros. ¿Podría Jesús juzgar y condenar a quien avergonzada por su pecado estaba allí tirada y postrada a sus pies? ¿Qué hará Jesús?
Parecía absorto en otras cosas. ‘Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo’. Pero insistían en preguntar, en que diera respuestas o soluciones. ‘Se incorporó y les dijo: El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra’. ¿Por qué antes de juzgar y condenar no nos miramos por dentro? Es lo que quiere Jesús que hagamos, que nos miremos por dentro. Si lo hacemos con sinceridad de otra manera actuaríamos con los demás. Porque somos muy fáciles para juzgar y para condenar, pero no nos gusta que nos juzguen a nosotros o nos condenen. Cuando sospechamos que alguien se atreve a pensar o llega a decir algo de nosotros, cómo nos duele, con qué dureza reaccionamos.
Los acusadores ahora se van marchando uno a uno, de manera que al final estará la mujer sola allí en medio de pie, delante de Jesús. ‘¿Dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado? Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más’.
Así es el corazón de Dios. Así se nos manifiesta su misericordia. Así tendríamos nosotros que aprender. ¿Por qué andaremos en la vida con tantos juicios y condenas? ¿Por qué seremos tan inmisericordes? Si además nosotros hemos experimentado tantas veces la misericordia de Dios, ¿cómo es que nosotros no somos también misericordiosos con los demás?
Quienes tantas veces nos hemos acercado al Señor, nos hemos acercado al sacramento de la Penitencia para pedirle perdón al Señor y hemos salido de ese encuentro con el perdón de Dios en nuestro corazón, tenemos que aprender a ser generosos también en nuestro perdón para con los demás. Misericordiosos y generosos para perdonar no una sola vez, sino todas las veces que haga falta como lo hace el Señor con nosotros. Piensa cuántas veces te has acercado al Sacramento de la Penitencia a confesar tus pecados prometiendo una y otra vez que vas a enmendarte, y cuántas veces has vuelto otra vez a caer en la misma tentación. Claro que hemos de sentir sobre nosotros la exigencia de corregirnos, de cambiar, de no volver al pecado. Como le dice Jesús a aquella mujer pecadora: ‘Anda, y en adelante no peques más’.
Aprendamos a tener esa generosidad del amor en nuestro corazón, como generoso en su amor es el Señor con nosotros. Cuando en estos días en que tenemos ya tan cerca la celebración de la pasión y muerte del Señor y de su resurrección, vamos a contemplar una y otra vez ese sublime amor de Jesús, un amor supremo, un amor total que le lleva a entregarse por nosotros, porque nos ama, porque nos quiere regalar su perdón y su gracia. Que vayamos aprendiendo lecciones para nuestra vida. Que disfrutemos de su amor, pero que aprendamos a amar nosotros con un amor igual.
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