Apoc. 5, 1-10;
Sal. 149;
Lc. 19, 41-44
Las lágrimas de Jesús. ‘Al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando: ¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz!’
Unas lágrimas siempre impresionan y nos mueven emociones. Al leer y meditar en este pasaje del evangelio me he quedado casi sin palabras ante las lágrimas de Jesús. Pueden decirme tantas cosas. Quizá podríamos contemplarlas en silencio. No convendría romper la emoción del momento con nuestras palabras.
Sólo veremos a Jesús llorar en otro momento. Ante la tumba de Lázaro. Llora ante la muerte, ante la tumba del amigo. ‘Jesús, al verla llorar, y a los judíos que también lloraban, lanzó un hondo suspiro y se emocionó profundamente… y rompió a llorar’, dice el evangelista Juan en aquella ocasión. En la oración del huerto más que lágrimas veremos la angustia de su corazón, aunque en la carta a los Hebros se nos hable de cómo ‘Cristo en los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas a aquel que podía salvarlo de la muerte…’; sin embargo el evangelista sólo nos dirá que ‘le entró un sudor, que chorreaba hasta el suelo, como si fueran gotas de sangre’ sin mencionar las lágrimas. Luego le veremos cargar con la cruz y subir hasta el calvario y aún en medio de dolor tendrá la serenidad y la paz de consolar a las que encuentra llorando a la vera del camino o de perdonar disculpando incluso a los que le crucificaban.
Ahora llora Jesús ante la ciudad de Jerusalén. Y no es sólo el amor que siente por la ciudad santa y lo que ella significaba para todo judío y que iba a ser destruida. Es algo más. ‘Porque no reconociste el momento de mi venida’. No reconocieron a Jesús y lo que Jesús ofrecía. ‘¡Si al menos comprendieras en este día lo que conduce a la paz!... pero está escondido a tus ojos…’
Su Palabra de vida y salvación se había prodigado en los pórticos del templo y por las calles de Jerusalén. Paralíticos, ciegos, enfermos habían recobrado la salud y la luz de sus ojos que se habían abierto a la salvación. Pero tantos habían dicho no. Aunque le aclamen en su entrada en la ciudad, más tarde vendrán los gritos pidiendo su crucifixión por parte de unos, mientras otros se escondían temerosos de lo que les pudiera pasar. Hasta entre los más cercanos a El, uno le traicionaría, otro negaría conocerle, mientras los otros huían asustados.
Pero miremos las lágrimas que Jesús hoy pueda seguir derramando por nuestro mundo, por nosotros. ¿Nos sucederá lo mismo que a aquellos que estaban en Jerusalén? ¿Habrá también traiciones y negaciones, huídas y temores de dar la cara por Jesús? Nos pueden parecer duras estas preguntas que nos hacemos, pero miremos la realidad de nuestro pecado tantas veces repetido. Somos pecadores muchas veces reincidentes en lo mismo a pesar de tantas promesas de arrepentimiento y corrección.
Somos débiles tantas veces en nuestra fe. Nos dejamos arrastrar por la tentación y no sabemos reconocer la presencia del Señor que está con su gracia a nuestro lado para fortalecernos frente a la tentación. También huimos para no dar la cara, o tenemos la tentación de ocultarnos en lugar de dar valiente testimonio.
Lágrimas de Cristo ante la muerte o ante el sufrimiento. Ante la muerte porque el pecado es una muerte para nosotros porque rompe nuestra relación con Dios, destroza la vida divina que el Señor ha impreso en nuestra alma. Tendríamos que llorar una y otra vez ante el pecado que nos rodea en nuestro mundo y ante nuestro pecado. Ante el sufrimiento nosotros tendríamos que derramar lágrimas de compasión, de solidaridad, de consuelo, de compromiso serio de hacer que haya menos dolor y menos sufrimiento.
Esas lágrimas de Cristo para nosotros tienen que ser gracia, tienen que ser llamada e invitación para responderle más, para reconocerle mejor en tantos que son su pecado y su dolor pasan a nuestro lado o se acercan a nosotros esperando compasión. Lágrimas de arrepentimiento y lágrimas de solidaridad y de amor que también nosotros hemos de derramar.
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