Apoc. 4, 1-11;
Sal. 150;
Lc. 19. 11-28
‘Les dijo Jesús una parábola; el motivo era que estaba cerca de Jerusalén y se pensaban que el reino de Dios iba a despuntar de un momento a otro’. Subían a Jerusalén. Jesús había hecho tantos anuncios y sentían que algo iba a suceder. Había anunciado Jesús la llegada del Reino desde el principio de su predicación y estaba la esperanza ardiente de la venida del Mesías. ¿Qué es lo que tenían que hacer?
Y Jesús por este motivo les propone una parábola. ¿Qué quería realmente decirles Jesús? Porque les habla de que había que hacer fructificar aquellas onzas de oro que había puesto en manos de sus empleados. ¿Qué relación podía tener una cosa y otra?
Cuando estamos ansiosamente esperando algo y vislumbramos o ya sabemos que de un momento a otro se va a realizar, pudiera ser que bajáramos la guardia y ya nos pusiéramos en actitud pasiva, una esperanza pasiva. Probablemente cuando Lucas escribe el evangelio pudieran también estar pasando aquellos primeros cristianos por una situación así. Recordemos que san Pablo habla fuerte y claro a los Tesalonicenses porque creían que la segunda venida del Señor era inminente y algunas ya se dedicaban a vivir sin trabajar. Y como escuchamos el pasado domingo, les dice tajantemente que ‘el que no trabaja que no coma’.
La esperanza cristiana no es una actitud pasiva. No es simplemente cruzarnos de brazos y esperar. La esperanza que nosotros vivimos, y esperamos la vida eterna, y esperamos el poder llegar a vivir en plenitud con el Señor – de todo eso hemos venido reflexionando últimamente – pero precisamente esa esperanza no nos adormece ni anquilosa, sino que nos hace más activos, nos hace vivir con mayor intensidad nuestras responsabilidades y nuestro compromiso de amor.
Ese cielo y esa gloria de Dios que tan maravillosamente nos describe hoy el Apocalipsis no es para adormecernos y hacernos olvidar nuestras luchas y responsabilidades, sino todo lo contrario. La esperanza de ese cielo, de esa gloria de Dios de la que nosotros podemos participar nos obliga a vivir con mayor intensidad nuestra vida, a poner más fuerza de amor en lo que hacemos. La esperanza de la plenitud del Reino nos compromete más intensamente a ir realizando, construyendo día a día ese Reino de Dios en nuestro mundo. Por ese Reino de Dios hemos de saber arriesgar nuestra vida, entregar nuestra vida en el amor cada día.
Es lo que Jesús quiere decirnos con la parábola que hoy nos narra Lucas. Es la paralela a la que nos narra san Mateo, que nos habla de talentos. Con aquellos talentos que Dios nos haya dado, esas onzas de oro que ha puesto en nuestras manos, en nuestra vida en nuestras cualidades y capacidades, en las responsabilidades que tenemos que asumir y el trabajo que tenemos que realizar, tenemos que dar fruto. Onzas de oro, las llama el Señor en la parábola. ¿No tendríamos que aprender a valorar esas cualidades y capacidades de las que Dios nos ha dotado? No podemos decir que nada valemos porque el Señor con la vida ha puesto en nuestras manos una riqueza muy grande.
‘Llamó a diez empleados suyos y les repartió diez onzas de oro diciéndoles: negociad mientras vuelvo’. Y no nos pide el Señor un fruto cualquiera. Está en razón de cuanto nos ha dado el Señor. Pero bien sabemos que para lograr ese fruto no estamos solos porque nunca nos faltará la gracia del Señor. Vivamos con intensidad la responsabilidad de nuestra vida y los dones que Dios ha puesto en ella.
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