1Cor. 2, 1-15;
Sal. 118;
Lc. 4, 16-30
El anuncio del evangelio muchas veces se puede convertir en un fuerte signo de contradicción en medio del mundo en el que vivimos; mientras para unos puede ser un fuerte grito de esperanza porque descubren en ese anuncio esa salvación tan profundamente deseada, para otros sin embargo puede resultar duro y bien contradictorio a lo que son sus intereses o su manera de vivir.
Ya lo fue Cristo en medio de la gentes de su tiempo, ya lo fue Pablo como de alguna manera hoy nos lo manifiesta en lo escuchado en su carta a los Corintios y lo han sido y lo serán todos los apóstoles y evangelizadores que sean fieles a ese anuncio auténtico del evangelio.
En el evangelio hoy escuchado la visita que Jesús hace a su pueblo y el anuncio que hace en la Sinagoga de Nazaret. Ahí vemos ya esos signos contradictorios porque en un principio fue recibido con muchas señales de aprobación y orgullo porque era el hijo del carpintero y entre ellos se había criado, pero pronto todo se trastocará cuando ven que el anuncio que Jesús les hace no es simplemente complacerles en sus orgullos patrios o en esos deseos de milagros que se multipliquen entre ellos. Querrán incluso despeñarlo por un barranco del pueblo.
Es lo que Pablo manifiesta también en su carta a los Corintios que hemos escuchado. No sería fácil hacer aquel anuncio que Pablo les hace de Jesucristo y de éste crucificado, a una sociedad como la griega dada a la sabiduría y a las filosofías o en concreto aquella sociedad de Corinto muy comercial – era un puerto comercial muy importante en el mundo griego – pero también muy influenciada por muchas corrientes de todo tipo que hacía que en aquella sociedad fueran muy grandes la corrupción y las inmoralidades.
En Atenas Pablo había querido acercarse a un lenguaje propio de los filósofos en el anuncio del evangelio y de Jesús resucitado en el Aerópago, y fue rechazado. Ahora es difícil aquí hablar del evangelio pero dice que no va a ellos con sabidurías ni elocuencias humanas sino que ‘nunca se preció de saber cosa alguna, sino a Jesucristo y éste crucificado… para que vuestra fe no se apoye en sabidurías humanas sino en el poder de Dios’. Pero tras ese anuncio surgirá en medio de aquel mundo tan adverso una hermosa comunidad de seguidores de Jesús.
¿Cómo acogemos nosotros el anuncio del evangelio de Jesús? tenemos que preguntarnos. ¿Será para nosotros en verdad ese faro de luz que despierta nuestra esperanza en la salvación verdadera que Jesús quiere ofrecernos? ¿Buscamos palabras bonitas que se pueden convertir en engañosas o por otra parte el milagro fácil que nos resuelva misteriosamente nuestros agobios?
Busquemos la verdadera salvación que Jesús nos ofrece. Es el que está lleno del Espíritu del Señor, como había anunciado el profeta y que con su vida y su presencia en medio nuestro viene a arrancarnos de las más profundas esclavitudes que podamos tener en nuestro espíritu y en nuestro corazón. Nos anuncia el año de gracia del Señor, nos anuncia el perdón y la vida. Y es lo que tenemos que buscar en Jesús.
Cuando nos arranca de la esclavitud del pecado es para que ya nunca vivamos alejados del amor. Cuando nos ofrece su perdón quiere en verdad transformarnos por dentro pero para que sintamos también la fuerza de su Espíritu en nosotros para transformar también nuestro mundo. Por eso allí donde está en un creyente en Jesús tiene que notarse que la vida es distinta, que hay más paz, que hay más amor, que nos queremos más, que somos más hermanos, que arrancamos de nuestro corazón orgullos y envidias. En una palabra que hacemos un mundo mejor, un mundo donde todos nos entendamos más, un mundo nuevo y distinto. La fe que tenemos en Jesús a eso nos compromete.
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