Oseas, 6, 1-6;
Sal. 50;
Lc. 18, 9-14
‘Quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos’. Así había dicho el profeta Oseas a aquellos cuya ‘misericordia era como nube mañanera, como rocío de la madrugada que se evapora’.
No nos valen las apariencias sino lo hondo que tengamos en el corazón. Una nube mañanera o un rocío del amanecer pronto se disipa y se evapora cuando sale el sol. Nos levantamos por la mañana, vemos el camino humedecido o el rocío perlando las piedras o las plantas, pero pronto no quedará nada de ello porque el calor del sol todo lo evapora.
Así seremos nosotros cuando sólo nos dejamos llevar por las apariencias o lo que hay en nuestra propia vida todo es vacío y apariencia sin nada en el interior, aunque por lo externo podamos presentar muchas cosas aparentemente brillantes. Perlas de ensueño y falsas que demuestran nuestra pobreza interior.
El Evangelio nos dice que ‘Jesús dijo esta parábola por algunos que teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás’. Y les propone la parábola de los dos hombres que subieron al templo a orar: un fariseo y un publicano. Nos explica cómo fue la oración de cada uno y al final nos dice: ‘Os digo que éste (el publicano) bajó a su casa justificado y aquel (el fariseo) no’.
¿Qué habría pasado? ¿Por qué esos frutos tan dispares? ¿Qué es lo que le agrada a Dios y qué es más bien lo que nos agrada a nosotros los hombres? Cuando buscamos reconocimientos o alabanzas, o cuando nos echamos flores a nosotros mismos, es que bien pobre y vacío está nuestro corazón. En la autocomplacencia se había llenado de humos de incienso, de vanagloria y de flores marchitas sin profundidad en sus raíces y al final lo que quedó es la nada del vacío.
‘Por algunos que despreciaban a los demás’, dice el evangelista al darnos el motivo de la parábola. ‘Te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano… ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo’. Podría justificarse con las cosas que hacía, con ser un hombre muy religioso y cumplidor, pero no tenía misericordia en el corazón.
‘Misericordia quiero y no sacrificios…’ Experimenta el amor de Dios en ti y aprenderás a tener misericordia con el hermano. No es la ofrenda de las cosas materiales lo que agrada a Dios, sino la ofrenda de un corazón humilde y lleno de amor. Ese tendrá que ser el estilo de una auténtica oración.
‘El publicano se quedó atrás, no se atrevía a levantar los ojos al cielo, sólo se golpeaba el pecho diciendo: Oh Dios, ten compasión de este pecador’. Pedía y sentía la misericordia de Dios en su vida, estaba aprendiendo también a tener misericordia con los demás.
Cuando sientas la tentación de despreciar por cualquier motivo a alguien, mírate a ti mismo y tu condición pecadora. Mira el amor de Dios que te ha perdonado y vete a perdonar, a tener compasión y misericordia con el hermano.
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