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jueves, 11 de marzo de 2010

Escuchemos la voz del Señor no endurezcamos el corazón

Jer. 7, 23-28;
Sal. 94;
Lc. 11, 14-23

‘Ojalá escuchéis hoy su voz; no endurezcáis vuestro corazón’. Hermoso responsorio del salmo que nos invita una vez más a escuchar la voz del Señor.
Un salmo que nos recuerda un momento duro en la historia de Israel. Digo duro, no sólo por la dificultad del camino del desierto, sino sobre todo por la crisis y rebelión que pasaba por el corazón de los israelitas. Les costaba ver las acciones de Dios, aún recorriendo aquel camino hacia la libertad de un pueblo nuevo donde tantas obras maravillosas iba realizando el Señor que los había sacado de la esclavitud de Egipto y les había hecho atravesar el mar Rojo.
Pero el camino del desierto era duro, como decíamos, y se rebelaron contra el Señor. Es la situación a la que hace referencia el salmo. ‘No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras’.
Es lo que nos repite el profeta Jeremías. Habían hecho Alianza con el Señor para que El fuera el único Dios y ellos su pueblo, ‘pero no escucharon ni prestaron oído; caminan según sus ideas, según la maldad de su corazón… Aquí está la gente que no escuchó la voz del Señor su Dios y no quiso escarmentar’.
Como siempre nos preguntamos al escuchar la Palabra del Señor y reflexionar y orar con ella. ¿Y nosotros? ¿seremos también sordos a la voz del Señor? ¿endureceremos también nuestro corazón?
Creo que con sinceridad y humildad hemos de venir a ponernos delante del Señor para que nos sane y nos salve. El evangelio hoy nos habla de un hombre poseído por un espíritu maligno que era mudo. Y Jesús le curó. Y a aquel hombre se le soltó la lengua, se le abrieron los sentidos para oír y para hablar. ¿Seremos sordos y mudos nosotros también?
Algo de eso puede haber en nuestra vida. ¿Seremos sordos o nos haremos los sordos? ¿Estaremos tan aturdidos por las cosas de la vida que, como aquellos que andan siempre en el fragor de ruidos fuertes y estridentes, habremos perdido la capacidad de escuchar un suave murmullo o un sonido delicado? No somos capaces de escuchar ese suave susurro con el que el Señor quiere llegar hasta nosotros y hablarnos.
Lo mismo nos hemos acostumbrado tanto a la superficialidad de las palabras huecas y vanas, o de palabras estridentes y llenas de maldad o de violencias, de maldiciones o improperios, que ya no somos capaces de pronunciar una palabra buena de bendición y de alabanza. Ni bendecimos y alabamos al Señor, ni tenemos palabras buenas y bellas, llenas de ternura y delicadeza para los que están a nuestro lado. Hablaremos de todas las materialidades y sensualidades posibles, pero no seremos capaces de pronunciar santamente el nombre de Dios, o de llevar una palabra o un gesto de amor verdadero a los demás.
Vamos a dejarnos sanar y salvar por el Señor. Que toque nuestros labios, que toque nuestro corazón, que nos llene de vida, de luz, de amor, de gracia, de paz. El nos ofrece vida y salvación pero nosotros hemos de responder. Por eso vamos a cuidarnos también como nos dice el final del texto del evangelio de hoy. Hemos de estar atentos, vigilantes, bien fortalecidos con la gracia del Señor, para cuando nos llegue el momento malo de la tentación, que podrá venir muy fuerte y hacernos caer de nuevo.
‘Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros. Pero si otro más fuerte lo asalta y lo vence, le quita las armas de que se fiaba y reparte el botín’. No nos creamos seguros que podemos caer. Eso nos pasa muchas veces en nuestra vida espiritual y en nuestro lucha contra el pecado. No abandonemos la vigilancia que puede volver la tentación. Llenémonos de la gracia del Señor que nos fortalece y así podremos vencer siempre al maligno. Escuchemos la voz del Señor para no endurecer nuestro corazón, sino para que siempre resplandezca la gracia y la santidad de nuestra vida.

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