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martes, 2 de marzo de 2010

Lavaos, purificaos… aprended a obrar el bien

Is. 1, 10.16-20;
Sal. 49;
Mt. 23, 1-12

Desde que iniciamos el tiempo de Cuaresma la invitación constante que hemos venido escuchando es la de la conversión. Hoy nos ha dicho el profeta Isaías: ‘Oíd la palabra del Señor… escucha la enseñanza de nuestro Dios… lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones, cesad de obrar mal, aprended a obrar el bien…’
Miramos nuestra vida y contemplamos el pecado y la maldad de nuestro corazón. Pero hemos de volvernos al Señor. Nos volvemos a Dios porque queremos apartar de nosotros el mal y el pecado, y nos encontramos con la misericordia del Señor. Hemos de purificarnos, pero es El quien nos purifica; nos queremos lavar de nuestro mal, pero es su sangre redentora la que va a lavar y borrar nuestro pecado. Queremos dar pasos para arrancarnos del pecado, pero viene el Señor a nosotros y nos inunda con su vida y con su gracia.
Es la maravilla del amor del Señor. Nos llama, nos invita, nos atrae para que vayamos a El, respeta nuestra decisión y nuestra voluntad pero sale a nuestro encuentro para no solo ofrecernos su perdón, sino que al mismo tiempo su gracia nos acompaña en esos pasos que hemos dar, fortaleciéndonos para ayudarnos a vencer la tentación y el pecado. Es obra nuestra, en cuanto que nosotros hemos de tomar la decisión de volvernos a El, pero es obra suya porque su gracia ilumina, acompaña, fortalece, purifica, llena de vida nueva nuestro corazón.
‘Aunque sean vuestros pecados como la grana, como nieve blanquearán; aunque sean rojos como escarlata, como lana blanca quedarán…’ Para eso Cristo derramó su Sangre, para que lavados en El seamos purificados de todo pecado y resplandezcamos con el resplandor de la gracia. La imagen de Cristo transfigurado en el Tabor que contemplábamos el domingo decíamos que nos prefiguraba y anunciaba la imagen de la gracia restaurada en nuestra alma, el brillo con que nosotros habíamos de resplandecer cuando nos sintiéramos inundados por la gracia del Señor.
El profeta nos decía ‘aprended a obrar bien, buscad la justicia, defended al oprimido, sed abogados del huérfano, defensores de la viuda…’ queriéndonos señalar la transformación en obras de justicia y de amor con que hemos de revestir nuestra vida cuando nos volvamos al Señor con nuestra conversión.
Jesús, por su parte, en el evangelio de hoy nos enseña el camino de servicio, de humildad y de sencillez que hemos de recorrer sus discípulos. Nada de apariencias ni vanidades, nos previene de que caigamos en actitudes farisaicas y superficiales. Son duras las palabras de Jesús contra los fariseos y los escribas. ‘Todo lo hacen para que los vea la gente… buscan puestos de honor… que les hagan reverencias por la calle y la gente los llame maestros…’
No puede ser ese el estilo de los que siguen a Jesús. Terminará diciéndonos ‘el primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido’. Un cambio muy grande tiene que realizarse en nuestro interior, en nuestras actitudes y en lo que realicemos para que no aparezca nunca la soberbia ni la vanidad, sino que todo sea espíritu de servicio, amor, humildad y sencillez.
Es que cuando nos sentimos amados por el Señor - y bien sabemos cuánto nos ama, cuando es misericordioso con nosotros y nos perdona nuestros pecados -, nuestra respuesta no puede ser otra que la del amor.

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