Gén. 37, 3-4.12-13.17-28;
Sal. 104;
Mt. 21, 33-46
‘Los sumos sacerdotes al oír sus parábolas comprendieron que hablaba de ellos’, así lo corrobora el evangelista. ‘Y aunque buscaban echarle mano, temieron a la gente que tenía a Jesús por profeta’.
La parábola que llamamos de los viñadores homicidas es un buen reflejo de la historia de Israel, de la historia de la salvación, que es la historia de amor de Dios por su pueblo y de la respuesta de Israel. Tendríamos que preguntarnos ya ¿no será reflejo también de nuestra respuesta?
El inicio de la parábola de Jesús nos trae resonancias de la alegoría de la viña que nos narra el profeta Isaías. Nos plantea el amor de Dios por su pueblo, por nosotros; igual que aquel viñador había preparado con mimo su viña dotándola de todo lo necesario para que fuera una buena finca que pudiera producir abundantes frutos, así eligió Dios a su pueblo, lo cuidó y lo preparó, le hizo llegar profetas y reyes que lo guiaran en su nombre, pero ya sabemos cuál es la historia de la respuesta del pueblo de Dios, la historia de su pecado.
Envió profetas y nos envió a su propio Hijo. ‘Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna’. Allí estaba Jesús en medio de su pueblo; ‘vino a los suyos y los suyos no lo recibieron’ como ya decía Juan al principio del Evangelio. También como al hijo de la parábola sería arrojado fuera de la viña para darle muerte – ‘empujándolo fuera de la viña lo mataron’ -, Jesús será llevado también fuera de la ciudad santa, a las colinas del calvario para allí ser crucificado, mostrándonos la señal más hermosa y más grande de su amor por nosotros, ‘porque nadie tiene más amor que el que da la vida por el amado’. Así entregará su vida por nosotros y por nuestra salvación.
Creo que ya vamos haciendo una lectura de la parábola no sólo en la clave de lo que fue la historia de Israel, el antiguo pueblo de Dios, sino en la clave de nuestra propia historia. ¡Cuánto es lo que tenemos que reconocer que Dios ha hecho por nosotros, y tenemos que decir, por ti, por mí! Cada uno tiene que recordar y reconocer aunque sea a grandes rasgos lo que Dios ha hecho en la historia de su propia vida, cómo Dios ha actuado en su vida. Como María también nosotros tenemos que decir ‘el Señor ha hecho obras grandes en mí’. Por eso decíamos en el salmo: ‘recordad las maravillas que hizo el Señor’.
Es una hermosa historia de amor de Dios por mí. Pero una historia que he llenado de sombras y de muerte con mi pecado y mis infidelidades. Cada uno sabe donde está sus debilidades y tropiezos, y cuáles son las tentaciones que no he superado y cuál es mi historia de desamor.
Como aquello del evangelio hoy también tenemos que pensar que Jesús está hablando por nosotros, de nosotros. ¿Se nos quitará a nosotros esa viña que el Señor nos ha confiado, esa pertenencia al Reino de los cielos, para dársela a quien dé más fruto?
Una cosa es segura y es la paciencia infinita de Dios en su amor por mi, que está esperando siempre mi respuesta y mi vuelta a El. No se cansa de llamarme y de esperarme. Son tantas las señales de ese amor que va poniendo a la vera del camino de mi vida. Pero no abusemos nosotros de la esperanza y del amor divino y aprestémonos a dar respuesta en frutos de santidad.
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