Is. 53, 10-11;
Sal. 32;
Heb. 4, 14-16;
Mc. 10, 35-45
A todos nos gusta - ¿por qué no reconocerlo? – ser tenidos en cuenta, ser valorados, reconocidos y, podríamos decir, triunfar en la vida. Nos eleva la autoestima. Nos estimula en el desarrollo de nuestras cualidades y valores, para poner en práctica aquello otro que se nos dice, que hemos de hacer fructificar los talentos que Dios nos ha confiado.
Esto que digo no está reñido ni en contradicción que lo que Jesús nos enseña hoy en el Evangelio. Porque lo que nos quiere enseñar Jesús es el evitar que nos llenemos de tales ambiciones que lo que a la larga deseemos es estar por encima de los demás, ser considerados mejores o más importantes, y para lograrlo nos valgamos incluso de malas mañas como puedan ser los codazos o la manipulación de las situaciones o de las personas.
Aquello que decíamos que nos agrada no es porque todo lo hagamos pensando sólo en nosotros o en nuestra ganancia personal. Es que tendríamos que pensar en la repercusión social que tienen nuestros actos, porque somos seres sociales que hemos de vivir en plena y sana convivencia con los demás. Nuestros valores no están sólo en función de nosotros mismos sino que tienen una repercusión en beneficio de los demás. Creo que es el momento de profundizar en el mensaje que hoy nos ofrece el evangelio y toda la Palabra de Dios proclamada, y lo que es el sentido mismo de lo que hoy estamos celebrando, de lo que tiene que ser nuestra celebración cristiana.
Ya hemos escuchado el Evangelio con la petición, las ambiciones y hasta las manipulaciones de los hermanos Zebedeos. Comenzando por esto último, vemos que ellos se estaban valiendo de que eran parientes de Jesús para hacer esta petición y esto les podría dar ‘derecho’ a unas preferencias especiales – eso creían – o a unos puestos especiales en el Reino que Jesús estaba anunciando. Además el otro evangelista que nos relata este mismo hecho habla en el mismo sentido de la madre ambiciosa que hace las peticiones para sus hijos.
¿Sería buena o sería mala la petición que hacen a Jesús? Podríamos pensar muchas cosas. Habían estado con Jesús desde el principio. En el cuarto evangelio vemos que Juan es uno de los que oyeron al Bautista y fueron él y Andrés los primeros que se vinieron con Jesús. Los otros evangelistas nos hablan de la orilla del lago y del paso de Jesús llamando primero a Pedro y Andrés y luego a Santiago y Juan que estaban con su padre repasando las redes después de la pesca. Cómo lo dejaron todo, las redes, la barca, su padre por seguir a Jesús para ser como luego les llamaría ‘pescadores de hombres’. Ser reconocidos por esa prontitud no estaba mal, pero es que ellos pedían otra cosa, tenían otras ambiciones, que provocarían los comentarios y envidias de los demás discípulos. Querían ser los primeros, uno a la derecha y otro a la izquierda.
Y es aquí donde Cristo quiere enseñarnos. Seguir a Jesús para estar junto a El, muy cerca de El, significaba un bautismo de sangre, un beber el cáliz de la pasión, les viene a decir. Y el aceptar ese bautismo y ese cáliz no se podía quedar en bonitas palabras o buenas intenciones. Eso tenía que traducirse en unas actitudes profundas de dar la vida. Actitudes que tenían que pasar por el servicio incondicional y total hasta llegar a ser capaces de dar la vida. No era cualquier cosa lo que Jesús les planteaba.
Si Jesús les llega a decir que el que quiera ser grande, ‘sea vuestro servidor’, y el que quiera ser primero, ‘sea vuestro esclavo’, es porque el modelo lo tenemos en El. ’El Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos’.
Como nos dice la carta a los Hebreos ‘se hizo en todo semejante a nosotros menos en el pecado’, pero es ‘el siervo que nos justificará a todos, porque carga con los crímenes de todos’.
Así lo vemos a través de todas las páginas del evangelio. Porque el dar la vida no fue un acto puntual de un momento, no es un hecho aislado, sino la consecuencia de una actitud constante de servicio que envuelve toda su vida como su razón de ser. El que veremos dando su vida en la cruz y muriendo por nosotros, fue el que pasó haciendo el bien, el que compasivo en todo momento ofrece salud y salvación, compasión para aliviar el dolor de los que sufren y perdón para rehabilitarnos de todo pecado y llenar de paz nuestro corazón; será el que nos hable de amor y de servicio, pero al que veremos de rodillas delante de sus discípulos para lavarles los pies.
No seremos ya nosotros como los poderosos que por ser jefes tiranizan a los demás, no como los que se consideran grandes e importantes y por eso oprimen a todos. ‘Vosotros, nada de eso’, nos dice Jesús. Ese no puede ser nuestro estilo. Esa no puede ser nuestra vida. Mucho tendría que hacernos pensar este evangelio para que en verdad vivamos una diaconía de servicio a favor de los hermanos.
Quisiera conectar esta reflexión con la jornada misionera que hoy estamos celebrando en toda la Iglesia. Podríamos decir que la Iglesia misionera es la expresión de esa diaconía de servicio que la Iglesia quiere ser para toda la humanidad. Y el mejor mensaje de servicio que ofrecemos es el anuncio de Jesús, su salvación a todos los hombres, a toda la humanidad. Es el regalo de la fe y del amor que la Iglesia ofrece a todos los hombres. Es el regalo también de la esperanza. Al anunciar a Jesús queremos ofrecer la posibilidad de una nueva humanidad; queremos hacer una nueva humanidad, un hombre nuevo, una civilización nueva, la civilización del amor, como le gustaba decir a Juan Pablo II. Cuánto se va transformando el corazón del hombre y en consecuencia, cuánto se va transformando también nuestra sociedad cuando hacemos un auténtico anuncio de Jesús y de su Evangelio. Hoy se nos recuerda que somos una Iglesia misionera.
Tenemos reciente, del pasado domingo, la canonización de varios testigos que supieron encarnar en su vida el mensaje del evangelio que hoy hemos meditado. Me quiero referir de manera especial al P. Damián de Molokai que todos quizá conocemos más, aunque podríamos referirnos también a los otros santos canonizados. El P. Damián de Veuster se fue con los últimos, se unió a la vida de los últimos y de los que nadie quería, los leprosos de Molokai, hasta morir contagiado de la lepra con ellos y por ellos sin ni siquiera poder salir de la isla para buscar su propia curación. Es el testimonio vivo, el testigo con su vida inmolada del evangelio que hoy hemos escuchado. Supo plasmar en su vida lo que Jesús nos enseña hoy. Creo que nos sobran palabras y comentarios.
¿Aprenderemos a hacernos los últimos y servidores, a inmolar nuestra vida en el amor aunque no seamos reconocidos y valorados?
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