VIRGEN DEL ROSARIO
Hech. 1, 12-14
Sal. Lc. 1, 46-54
Lc. 1, 26-38
Sal. Lc. 1, 46-54
Lc. 1, 26-38
‘Todos ellos se dedicaban a la oración en común, junto con algunas mujeres, entre ellas María, la madre de Jesús, y con sus hermanos’. Es la imagen de la Iglesia orante en el cenáculo en la espera de la venida del Espíritu junto con María, la Madre de Jesús. Una imagen que nos acompaña desde la Palabra de Dios en esta celebración de la Virgen en su Advocación del Rosario. Precisamente esta advocación mariana tiene referencia especial a ese aspecto de la oración a María y la oración con María.
Históricamente tiene su origen esta celebración en el recuerdo de la batalla de Lepanto, en el triunfo de la cristiandad frente al invasor otomano de Europa, obtenido con la intercesión de la Virgen, a quien toda la cristiandad invocaba con el rezo del Rosario. Todos sabemos que esta devoción del Rosario con su origen probablemente muchos siglos antes en Santo Domingo – al menos fue su difusor – se basa en esa repetición de Avemaría a la Virgen mientras se va meditando el Misterio de Cristo – esos son los misterios del Rosario que se anuncian antes del rezo de cada decena de Avemarías - y la presencia de María en la obra de nuestra salvación.
Pero la oración litúrgica de esta fiesta también nos ayuda a comprender su sentido. Pedimos que se derrame la gracia del Señor sobre nosotros, que ‘hemos conocido, por el misterio del ángel, la Encarnación de Jesucristo’. Es lo que precisamente hemos escuchado hoy en la proclamación del Evangelio. El anuncio del ángel del Señor a María ‘la llena de gracia’ de que va a ser la Madre de Dios; en sus entrañas por obra del Espíritu Santo se va a realizar el admirable misterio de la Encarnación de Dios; de sus entrañas va a nacer el Hijo del Altísimo, el Emmanuel, el Dios con nosotros para ser nuestra salvación.
Pero no nos quedamos ahí sino que al tiempo contemplamos el misterio pascual es más queremos quedar impregnados del misterio pascual con la intercesión de la Virgen, nuestra Madre. Que ‘podamos llegar, por su pasión y su cruz, y con la intercesión de la Virgen María, a la gloria de la resurrección’.
Ahí, pues, está comprendido todo el misterio de Cristo, su Encarnación y su Pascua. Ahí nos sentimos implicados nosotros, en el Dios que por nuestro amor tomó nuestra naturaleza humana, pero en el Dios que por la Pascua de Cristo, por su muerte y resurrección, nos salva y nos redime, nos inunda de la vida de Dios para siempre haciéndonos sus hijos.
Todo eso lo queremos contemplar – el Rosario tiene mucho de contemplación – y vivir con María a nuestro lado. Cómo tendríamos que aprender de ella que ‘guardaba todo en su corazón’, que rumiaba una y otra vez en su corazón todo el misterio de Dios que se le revelada y se manifestaba al mismo tiempo en ella. Y lo queremos contemplar y vivir con la intercesión de María que es nuestra Madre.
La Madre que Cristo quiso asociar a su obra salvadora: desde que en ella quiso encarnarse; desde que ella es el mejor modelo y estímulo para acoger por nuestra parte la Palabra salvadora de Dios; desde el momento que quiso tenerla junto a sí en la hora de la cruz y de la muerte; desde el misterio de su amor infinito que quiso dárnosla como Madre. Mucho tenemos que aprender de María para dejar que la Palabra plante su tienda en nuestro corazón y en nuestra vida como lo hizo en María.
Por eso, a María no la podemos contemplar ni amar al margen de Jesús. Todo en ella hace relación a Jesús. María siempre nos conducirá a Jesús y nos dice como a los sirvientes de las bodas de Caná: ‘Haced lo que El os diga’.
No hay comentarios:
Publicar un comentario