1Tes. 2, 9-13
Sal. 138
Mt. 23, 27-32
Sal. 138
Mt. 23, 27-32
‘No cesamos de dar gracias a Dios por vosotros’, dice el apóstol san Pablo en su primera Carta a los Tesalonicenses que venimos leyendo desde hace tres días. Es una carta muy entrañable porque es una comunidad de la que tiene grandes recuerdos, está manifestando la calidad de su fe y allí el fue acogido cuando venía perseguido desde Filipos.
Bueno es recordar algunos párrafos en referencia a esto que estamos diciendo, aunque los hayamos escuchado en días anteriores, en el principio de su carta. ‘Siempre damos gracias a Dios por todos vosotros, les dice, y os tenemos presentes en nuestras oraciones… recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra esperanza en Jesucristo, nuestro Señor…’
Es admirable y nos atrevemos a decir hasta envidiable la alabanza que hace de ellos. Y digo envidiable, en un buen sentido, porque debe de ser un estímulo para nosotros para que así se vea en nuestra vida esa solidez de la fe, ese esfuerzo por amar, y con un amor al estilo del de Jesús, cada día con un amor más grande, resplandeciendo igualmente la fortaleza de nuestra esperanza a pesar de los momentos oscuros por los que pasamos en muchas ocasiones.
También aquella comunidad tenía sus problemas, irán apareciendo a lo largo de la carta, pero vemos cómo el apóstol resalta aquí la vivencia de las virtudes teologales de la fe, la esperanza y el amor. Se sienten elegidos del Señor y en ellos se ha manifestado la fuerza del Espíritu del Señor que les ha llevado a una convicción profunda.
‘Vuestra fe en Dios, continuará diciéndoles, había corrido de boca en boca, de modo que nosotros no teníamos necesidad de explicar nada’. Había corrido de boca en boda, de todos era conocida. Esto nos haría preguntarnos, si es así el testimonio de fe que nosotros damos. ¿Se nota de verdad que somos creyentes, unos creyentes convencidos y alegres por nuestra fe?
Siento verdadera lástima cuando contemplo cristianos que se dicen que tienen fe, y andan tristes y como amargados, poco menos que temerosos de que se conozca su fe, y en consecuencia nunca trasparentan esa alegría de la fe. Todo lo más, los vemos siempre con ojos llorosos y llenos de amargura. Algo falla en esa fe.
Finalmente fijarnos en los motivos de acción de gracias al Señor del apóstol por aquella comunidad. ‘No cesamos de dar gracias a Dios porque al recibir la Palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como palabra Dios, que permanece operante en vosotros, los creyentes’.
Lo que la Iglesia nos trasmite no es una palabra humana, sino la Palabra de Dios. Así tenemos que acogerla. Una Palabra viva, una palabra de salvación, una palabra con poder vivificante para nosotros porque siempre nos llena de vida.
No son simples historias humanas, ni son unos simples consejos moralizantes que recibimos. No nos podemos quedar en eso cuando venimos a escuchar la Palabra de Dios en nuestras celebraciones o cuando nosotros personalmente acudimos a la Biblia para leerla en nuestro corazón. Es algo mucho más hondo.
Es la Palabra de Dios que toca nuestro corazón para darnos vida, para hacernos renacer, para resucitarnos a una nueva vida. ‘Palabra que permanece operante en nosotros’. No es una palabra muerta. No es una palabra que se agote. Tiene fuerza en si misma. Es palabra viva que opera salvación. Una palabra de gracia. Una palabra salvadora. Así tenemos nosotros también que acogerla.
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