1Tes. 3, 7-13
Sal. 89
Mt. 24, 42-51
Sal. 89
Mt. 24, 42-51
‘Estad en vela… estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre’. Así nos advierte Jesús hoy en el evangelio. Vigilantes, preparados, llega el Señor a nuestra vida. Y nos habla del dueño de casa que está vigilante para que no entre el ladrón y cauce destrozos, vigilante el criado a quien le han confiado la administración de su casa; no se puede dedicar a maltratar a los otros criados, ni a beber y emborracharse, porque no esté el dueño de la casa, sino que ha de estar atento a cumplir su obligación.
Viene el Señor y hay que estar preparados, atentos y vigilantes. Una referencia nos hace el evangelio a la segunda venida de Cristo en el último día, al final de los tiempos; puede ser también referencia a la última hora de nuestra vida cuando nos llegue la muerte y vayamos a encontrarnos con el Señor. Porque para el cristiano la muerte no es la solución final de nuestra vida donde todo se acaba, sino que es el paso al encuentro en plenitud con el Señor. Y hay que estar preparados.
Quizá convendría hacernos una pregunta. Si nos llegase en este momento la hora de nuestra muerte, ¿estaríamos preparados para ese momento? No es una pregunta para la angustia ni para el temor, sino para la esperanza y para despertar. Convendría hacérsela uno muchas veces.
Pero también esta invitación del Señor hace referencia a ese encuentro con el Señor que día a día, en cualquier momento, podemos vivir. Ahora mismo mientras lees estas líneas de reflexión, piensa que puede ser para ti un momento de encuentro con el Señor; el Señor viene a ti a través de esta reflexión y puede querer hablarte allá en lo hondo del corazón. Pero ya sabemos, en cualquier acontecimiento, en el encuentro con los demás, vamos encontrándonos con el Señor. Ese con quien compartes tu vida, con quien convives o con quien trabajas, esa persona con la que te cruzas por la calle, al que ves triste o agobiado por los problemas de la vida y a quien puedes prestar su hombro para que descanse y se anime, ese que tiene su mano o su corazón hacia ti para pedirte una ayuda, es el Señor que viene a ti. ‘Lo que hicisteis… o no hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis… a mí me lo dejasteis de hacer’, nos dirá Jesús en el Juicio final. Descubre, pues, esa llegada del Señor a tu vida y está atento y vigilante para recibirle y para acogerle.
San Pablo hoy nos ha hablado también de ese encuentro con el Señor para el que hemos de estar preparados y fortalecidos. ‘Y así os fortalezca internamente, para que cuando venga nuestro Señor Jesucristo acompañado de sus santos, os presentéis santos e irreprensibles ante Dios nuestro Padre’. Que nos encuentre santos e irreprensibles, que estemos preparados con un corazón puro, con un corazón limpio, con un corazón lleno de amor.
Por eso mismo pedía algo hermoso: ‘Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, lo mismo que nosotros os amamos’. El amor, la capacidad de amar es un don de Dios. Pero un don que Dios ha puesto ya en nuestro corazón. Pero no pide un amor cualquiera ni una medida raquítica ni escasa. ‘Os colme y os haga rebosar’. No simplemente llenos, sino colmados y rebosantes. Son las medidas de Dios, las medidas del amor de Dios.
Cuando encontramos a alguien a nuestro lado lleno de un amor así, rebosantes y resplandecientes también en su fe, nos sentimos estimulados, nos sentimos en cierto modo fortalecidos nosotros para amar con un amor así, para vivir una fe lo más intensa posible también. Es lo que les dice el Apóstol a aquella comunidad de Tesalónica, ‘En medio de todos nuestros aprietos y luchas, vosotros con vuestra fe os animáis; ahora respiramos, sabiendo que os mantenéis fieles al Señor’. ¡Cómo se sentiría complacido el apóstol al tener noticia de la calidad de la fe y del amor de aquella comunidad en la que él había anunciado el evangelio.
Os confieso una cosa. En los años de sacerdocio, ya unos cuantos, una ha ido trabajando por distintas parroquias y en distintas actividades apostólicas. Somos como misioneros que vamos de un sitio a otro allí donde el Espíritu del Señor nos lleve a través de circunstancias y de la voluntad de nuestro Obispo. Cuando le llega a nuestros oídos noticias de cómo sigue habiendo en aquella comunidad o en aquella actividad pastoral personas entregadas, personas a las que uno quiso ayudar y que ahora vemos trabajando intensamente por los demás en diversos compromisos pastorales y apostólicos, se siente uno confortado por dentro en el Señor. Cuando veo que estas reflexiones de ‘la semilla de cada día’ son leídas por muchas personas de diferentes y distantes lugares, no puedo menos que dar gracias a Dios por todo ello. No para mi orgullo y autocomplacencia, sino siempre para la gloria del Señor.
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