Is. 55, 10-11
Sal. 33
Mt. 6, 7-15
Dos aspectos de la oración se nos señalan hoy en la Palabra de Dios proclamada, que como nos enseñan los santos es un diálogo de amor.
En un diálogo no es sólo uno el que habla. Es intercambio. Un diálogo tiene que tener siempre mucho de escucha. ¿No hemos visto algunas veces a personas que están hablando pero que no se escuchan, hablan los dos al mismo tiempo y pareciera que en la conversación cada uno se va por su lado con sus cosas, sus pensamientos o lo que quiere decir? Es un diálogo de sordos, decimos.
Sordos somos algunas veces en nuestra oración porque llegamos a rezar y empezamos a recitar oraciones y oraciones porque decimos que tenemos que pedirle tantas cosas al Señor, que nunca nos detenemos a escucharle y a saborear su presencia.
Llegamos, por ejemplo, a la Iglesia – al templo – y sin más empezamos a rezar oraciones sin habernos detenido antes para hacer un acto de fe en la presencia de Dios, saborear su amor que quiere llenar nuestro corazón y comenzar por adorarle y alabarle y darle gracias. Lo normal es que lo primero que hacen dos que se encuentran es un saludo. Ese saludo sería nuestro acto de fe y de alabanza, por ejemplo, al sentirnos en la presencia del Señor.
Pero es que además hemos de saber hacer silencio en nuestro corazón; venimos con los sentidos llenos de ruidos, de imágenes, de agobios, y nos es necesario detenernos para hacer silencio, para pensar en lo que vamos a hacer y hacerlo bien, hacer desierto, sentir paz y escuchar su voz que quiere hablarnos en lo hondo del corazón. Con todos esos ruidos que traemos no sólo en los oídos sino en el corazón no lo podremos escuchar. Por eso hemos de prepararnos para poder empezar a hacer nuestra oración. Y no lo hacemos la mayoría de las veces.
Diálogo de amor donde no sólo le digamos cosas a Dios con la lista de cosas que siempre traemos preparada, sino donde sobre todo sepamos escucharle en lo hondo de nuestro corazón.
Es el silencio de la tierra que se abre a la lluvia empapadora que la hará fecunda y que hará posible que germine la semilla sembrada en ella, broten las nuevas plantas que den fruto al ciento por uno. Es lo que hemos escuchado al profeta. ‘Como bajan la lluvia y la nieve… para empapar la tierra, fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca…’ Es la Palabra del Señor que tenemos que escuchar en nuestro corazón; Palabra que ilumina y que da vida; Palabra que hará fecunda nuestra vida porque nos llevará a dar frutos de vida y santidad.
Y en el evangelio vemos a Jesús que nos enseña a orar, como nos dice, ‘no uséis muchas palabras como los paganos, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso…’
Jesús nos da la pauta, la línea por donde ha de ir la verdadera oración. No para repetir palabras rutinariamente - ¡con qué facilidad caemos en la rutina y repetimos y repetimos sin decir nada al fin en el fondo del corazón! -, sino para enseñarnos cómo tenemos que ir a lo fundamental. Y lo fundamental es la búsqueda de Dios y de su Reino, que, como nos dice en otro lugar del evangelio, ‘lo demás se nos dará por añadidura’. Buscamos a Dios, sentimos a Dios, nos gozamos en su amor, deseamos en verdad que todo sea siempre para su alabanza.
Santificar el nombre del Señor. Y para santificar el nombre del Señor tenemos que ser santos. Por eso buscamos vivir su reina, se haga realidad en nosotros haciendo su voluntad, alejándonos del mal. No es la petición de cosas materiales lo que ocupa un lugar principal en esa oración que Jesús nos enseñó. Es la búsqueda de Dios y su reino lo fundamental.
Oramos porque le hablamos a Dios, pero oramos porque escuchamos a Dios. Diálogo de amor, decíamos al principio. Es su Palabra que escuchamos y es la oración que elevamos desde nuestro corazón.
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