Ez. 12, 21-28
Sal. 129
Mt. 5, 20-26
El Señor nos pide rectitud y autenticidad, conversión y amor. No nos valen las apariencias ni las simulaciones. En cada momento hemos de saber comportarnos con dignidad y santidad.
Pero conocemos nuestra condición limitada, finita, caduca y surge el pecado en nuestra vida, nuestra ofensa a los demás, nuestra falta de amor, nuestra ruptura con Dios cuando nos apartamos del buen camino. Como no podemos presentarnos ante Dios si no es con autenticidad de vida para que nuestra ofrenda sea agradable al Señor, necesitamos la reconciliación con los hermanos y por otra la conversión de nuestro corazón al Señor.
Nos habla de ello Jesús en el evangelio y nos habla el profeta Ezequiel.
Frente a nuestro desamor y a nuestras rupturas no nos queda otra cosa que la reconciliación. ‘Si cuando vas a poner tu ofrenda en sobre el altar, te acuerda allí mismo de que tu hermano tienes quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda’.
Frente a la ruptura con el Señor a causa de nuestro pecado no nos queda sino la conversión y el camino de vuelta hacia el Padre. ‘Si el malvado se convierte de los pecados cometidos… de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida… ciertamente vivirá y no morirá…’
Grande puede ser nuestro pecado, pero el amor de Dios por nosotros es mayor aún, es un amor infinito, es el amor de quien da la vida por nosotros. Si así es el amor de Dios no nos queda sino caminar por el camino recto, y no volvernos a apartar de la senda de sus mandatos; convertirnos al Señor que no recordará ya los delitos cometidos. ‘Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?’ Pero el Señor porque ama, perdona y cuando nos perdona olvida para siempre nuestros pecados.
Estamos escuchando día a día en este camino de cuaresma la invitación repetida que nos hace el Señor a la conversión. Para que le demos la vuelta a nuestra vida. Para que la llenemos de amor. Pero un amor que tiene que hacer entrega y delicadeza cada día con aquellos que están a nuestro lado.
Nos es fácil decir que amamos a todo el mundo, mientras pensamos quizá en los que está lejos y no nos hacen difícil la convivencia de cada día. Nos costará más, pero en eso tenemos que empeñarnos para vivir un amor concreto, en ser delicados en nuestros gestos y palabras con los que están a nuestro lado. Son aquellos a los que quizá hacemos sufrir con nuestras impertinencias y caprichos y a los que nos cuesta quizá más aceptar porque conocemos sus limitaciones. De ello nos ha hablado Jesús en el evangelio hoy. Ya no es sólo no matar, sino no estar peleado o no pronunciar palabras hirientes hacia esos que están a nuestro lado.
Por eso nos decía Jesús ‘si no sois mejores que los letrados y fariseos no entraréis en el reino de los cielos’. Como decíamos al principio no nos podemos quedar en apariencias y simulaciones, sino que tenemos que darle autenticidad y rectitud a nuestra vida, llenarla de delicadeza y amor, tener generosidad en el corazón para el compartir, pero también para la compasión y el perdón. Como generoso es Dios con nosotros que está siempre dispuesto a perdonarnos.
‘Del Señor viene la misericordia y la redención copiosa: y el redimirá a Israel de todos sus delitos’, hemos rezado en el salmo.
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