Gén. 1, 28-2, 4
Sal. 8
Mc. 7, 1-13
Dos comentarios quiero hacer sobre la Palabra de Dios proclamada hoy, intentando ser breve, tanto de la lectura del Génesis como del Evangelio.
Concluye el primer relato de la creación que nos ofrece el Génesis, como ayer comentamos. Y al terminar de describirnos en ese lenguaje lleno de imágenes que nos ofrece el Génesis la creación nos presenta la aparición de la vida humana en la creación del hombre. Es el rey de la creación. No es una criatura más como todas las que había hecho el Creador. Al crear al hombre dirá: ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los animales domésticos y los reptiles de la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó’.
Está hablándonos el autor sagrado de la dignidad sagrada de la persona humana. No es una criatura más irracional como el resto de los animales, sino que lo ha dotado de unas características superior al mero instinto animal para dotarlo de inteligencia y voluntad. El hombre será capaz de conocer y de adquirir sabiduría; el ser humano será un ser libre con capaz de decisión sobre su vida y sobre las cosas. Es la dignidad de toda persona humana que ya desde el momento de la creación podemos vislumbrar y ya para siempre hemos de respetar. Dignidad que se verá ensalzada y sublimada cuando en Cristo nos llenemos por la fuerza del Espíritu de la vida de Dios para ser también hijos de Dios.
El otro comentario que queremos hacer es sobre el evangelio. ¿Qué es lo que quiere Dios de nosotros? ¿La mera realización formal y ritual de lo externo, contentándonos con sólo su cumplimiento, o quedándonos en la sola apariencia, o la pureza y la rectitud interior?
La ocasión para escuchar el mensaje de Jesús nos la da el comentario o crítica de los fariseos porque los discípulos de Jesús no se lavaban las manos antes de comer. Eso era una impureza ritual. Ya el evangelista nos aclara lo que eran las costumbres judíos pero sobre todo de los fariseos. ‘Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y al volver de la plaza no comen si lavarse antes y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas’.
Jesús duramente los llama hipócritas, hombres de dos caras. Una apariencia externa pero un interior distinto y corrompido. ‘Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos’. Y Jesús les recuerda algunas de esas tradiciones convertidas en leyes para ellos que muchas veces les hacen olvidar del verdadero sentido de la Palabra del Señor.
Por eso me preguntaba, ¿qué es lo que nos pide el Señor? Un corazón de rectitud, un corazón puro y limpio, un corazón lleno de amor, un corazón en el que queremos plantar de verdad lo que es la voluntad del Señor. Nos puede suceder muchas veces que nos contentemos con el cumplimiento formal de las cosas, de las normas o leyes del Señor, pero nuestro corazón esté lejos del Señor.
Tenemos el peligro de querer tapar quizá con unas limosnas que no siempre damos con espíritu generoso, con unos ramos de flores que ofrezcamos a la Virgen o en nuestras Iglesias, con unos rezos repetidos incansablemente pero muchas veces de forma rutinaria, con unos hábitos externos que prometemos llevar toda la vida, con unas medallas o escapularios que llevamos colgados al cuello, lo que quizá con el corazón no hacemos. Busca al Señor en tu corazón, busca sinceramente lo que es su voluntad, imprégnate del espíritu del Evangelio de Jesús, vive con corazón sincero, limpio de maldad y generoso en el amor, que es lo que de verdad agrada al Señor.
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