Gén. 3, 1-8
Sal. 31
Mc. 7, 31-37
‘No es verdad que tengáis que morir. Bien sabe Dios que cuando comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal’. La tentación de Adán y Eva, la tentación de todo ser humano, nuestra propia tentación.
Cuántas veces de una forma o de otra pensamos lo mismo. ¿Quién tiene que decirme a mí lo que es malo y lo que es bueno…? Nadie tiene por qué imponerme nada… Yo sé lo que está bien… Además eso es bueno… es natural… es lo que hace todo el mundo… Queremos ser Dios que decida lo que es bueno y lo que es malo. No aceptamos una voluntad superior porque nos creemos tan autosuficientes por nosotros mismos.
Las imágenes que nos ofrece el texto sagrado son bien significativas. ‘La serpiente era la más astuta de todos los animales…’ Cómo sutilmente se nos mete la tentación. Cómo se nos hacen apetitosas las cosas. ‘La mujer se dio cuenta de que el árbol era apetitoso, atrayente y deseable…’ Así nos parecen las cosas que no podemos hacer. Es la tentación.
Eva cayó. Adán mordió la fruta. Todos caemos tantas veces. Y cómo se nos destroza la vida. Cuando el mal se mete en nuestro corazón, con la insinuación, con la tentación, con la caída, todo se nos desordena en la vida. Todo se nos vuelve turbio y ya no distinguimos lo bueno de lo malo. Se nos despiertan las pasiones y se nos vuelven incontrolables. Nos sentimos atados y esclavizados. Cuánto cuesta arrancarnos de esa muerte que dejamos meter dentro de nosotros. ‘Se les abrieron los ojos a los dos y descubrieron que estaban desnudos, entrelazaron ojos de higuera y se las ciñeron…’ Buscamos sustitutivos, disculpas, camuflajes…
Pero la ruptura nos aleja de Dios. Cuánto nos cuesta ya rezar. Cómo abandonamos pronto la práctica religiosa. Cómo se nos va enfriando nuestro espíritu. Al final terminamos alejándonos de la Iglesia. ‘Oyeron al Señor que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa; el hombre y la mujer se escondieron de la vista del Señor Dios entre los árboles del jardín’.
Como nos enseña san Pablo por un hombre entró el pecado en el mundo, pero por Cristo vino la vida, la gracia y el perdón. El amor de Dios es más poderoso que nuestro pecado y nuestra muerte. Tenemos quien nos limpie y nos purifique, nos restaure y nos llene de nueva vida. Cristo Jesús ha dado su vida por nosotros para arrancarnos del pecado, para ser nuestra fortaleza en la tentación. Tenemos que reconocer nuestro pecado para acudir al Señor. ‘Confesaré al Señor mi culpa, dijimos en el salmo’. Así lo hacemos cada vez que comenzamos la celebración de la Eucaristía, pero también sobre todo cuando acudimos al Sacramento de la Reconciliación y la Penitencia.
Como pedíamos en la antífona del Aleluya ‘ábrenos el corazón, Señor, para que aceptemos la palabra de tu Hijo’. Para que aceptemos tu voluntad; para que caminemos por tus sendas, para que cumplamos tus mandatos. Que el Señor nos abra nuestros oídos como al sordo del Evangelio: ‘effetá’. Que siempre escuchemos su Palabra y que la plantemos en nuestro ccarherorazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario