Muchas veces cuando nos acercamos a los santos pareciera que sólo acudimos a ellos de una forma que podríamos llamar egoísta, porque sólo pensamos en su protección, en los milagros o cosas extraordinarias que a favor nuestro y de nuestras necesidades puedan hacernos. Es necesario que ahondemos un poco en lo que pueda significar la devoción que tengamos a los santos.
Primero que nada nos manifiestan la santidad de Dios que se refleja en su vida santa y que son entonces una muestra de la fecundidad de la Iglesia y de su vitalidad. La Iglesia es fecunda en la santidad de sus miembros y eso la hace estar llena de vida y de obras de amor y de santidad. La fecundidad de una tierra o la fecundidad de una planta, por fijarnos en alguna cosa, se manifiesta en los frutos que produce. Los frutos de la Iglesia es el amor y la santidad de sus miembros. Frutos de amor que resplandecen de manera especial en la santidad. Todos estamos llamados a ser santos y eso es lo que la Iglesia quiere producir en nosotros. Cuando resplandece la santidad de uno de sus miembros está resplandeciendo entonces la fecundidad de la Iglesia.
Pero esa santidad que contemplamos en los santos se convierte para todos en un ejemplo, un aliciente, un estímulo en ese camino de vida que hemos de vivir. La presencia de los santos a nuestro lado se convierte para nosotros en un aliento en medio de nuestras luchas, en medio de la carrera que hemos de hacer hacia esa meta de la santidad. Contemplar a uno como nosotros que ha llegado a esa corona de gloria nos estimula, nos alienta para que no desfallezcamos, para que nos mantengamos firmes en esa fe y en ese amor que nos conducen a la santidad.
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