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domingo, 27 de julio de 2008

El tesoro escondido y la perla preciosa de la fe

1Reyes, 3, 5. 7-12
Sal. 118
Rm. 8, 28-30
Mt. 13, 44-52

Qué afanosos nos ponemos cuando se trata de cosas que nos interesan o nos importan mucho, ya sean nuestras ganancias materiales o económicas, la adquisición de aquello que nos gusta o interesa mucho, o el orgullito de nuestras apariencias, honores, grandezas humanas o reconocimientos que podamos recibir de los demás. Por eso aquella sentencia que dice que donde está tu tesoro allí está tu corazón ha de hacernos pensar cuáles son en verdad los tesoros de nuestra vida; qué es lo que verdad me importa; cuáles son mis principales preocupaciones y en qué pongo de verdad mi felicidad.
Hoy Jesús nos propone diversas parábolas – hemos venido escuchando varias parábolas en estos domingos anteriores y ya veíamos por qué Jesús nos habla del Reino de Dios en parábolas -, parábolas las de hoy que nos tendrían que hacer pensar en lo que antes hemos dicho: cuáles son los verdaderos tesoros de mi vida.
‘El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo... se parece también a un comerciante en perlas finas que encuentra una de gran valor...’ En ambos casos el que lo encuentra, ya sea el tesoro o la perla de gran valor, ‘se va a vender todo lo que tiene y lo compra...’
¿Habremos nosotros encontrado ese tesoro escondido, esa perla preciosa? ¿Cuáles son nuestras prioridades? ¿A qué se refiere Jesús? Nos está diciendo: El Reino de los cielos... el Reino de Dios... el tesoro escondido y encontrado, la perla preciosa... ¿Cómo consideramos nosotros de importante la fe en nuestra vida? Ya decíamos al principio que en nuestros intereses humanos hay muchas cosas que nosotros consideramos tan importantes que las colocamos en los primeros lugares de nuestra vida, por las que somos capaces de sacrificarlo todo. Y la fe, ¿qué lugar ocupa?
Pero hermoso es el testimonio que nos ofrece la primera lectura de Salomón. ‘Pídeme lo que quieras’, le dice el Señor. No pide ni riquezas ni grandezas humanas, no pide la vida de sus enemigos, sino ‘discernimiento para escuchar y gobernar’. Y Dios le da una sabiduría grande, ‘te doy un corazón sabio e inteligente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después’.
Todos de una forma u otra tenemos una escala de valores en la vida: lo que es importante, lo que es prioritario y lo que ocupa un segundo lugar. Por eso tendríamos que preguntarnos ¿en qué lugar colocamos nuestra fe, la religión, los valores del Evangelio, el Reino de Dios del que nos habla Jesús? ¿Es en verdad nuestra fe, el evangelio lo que fundamenta nuestra vida, lo que le da sentido y como el motor y la razón de ser de todo lo que hacemos?
Algunas veces da la impresión que para muchos creyentes, a pesar de no haber abandonado la fe porque queda en el fondo de sus vidas unas actitudes religiosas, sin embargo la fe en Jesús y en su evangelio no es lo prioritario de su vida, se considera algo así como una devoción de la que me ocuparé cuando tenga tiempo o algo así como un entretenimiento. Todos hemos escuchado aquello de que primero está la obligación que la devoción para indicar que eso de los actos que tienen que ver con la fe o la religión son cosas secundarias y a las que me voy a dedicar cuando haya cumplido ya todas las demás obligaciones.
Sin embargo Jesús nos está diciendo hoy con sus parábolas que el Reino de los cielos se parece al tesoro escondido o la perla preciosa que hemos encontrado por la cual hemos de ser capaces de dejarlo todo para conseguirla. Nuestra fe en Jesús es algo mucho más hondo y esencial en la vida que una devoción. Y es que con Jesús no podemos andar con medias tintas ni con mediocridades. Jesús y su evangelio es la luz y el sentido de mi vida, la razón de ser de mi existencia, lo que me va a dar la mayor plenitud y felicidad a mi vida. Aquel por el que, cuando lo encontramos, hemos de ser capaces de dejarlo o darlo todo en nuestra vida.
Porque nuestra vida, nuestro trabajo, nuestra familia, nuestras responsabilidades, el sentido de la sociedad en la que vivimos, nuestra felicidad y también nuestros momentos de dolor o de sufrimiento, en nuestra fe en Cristo adquieren un nuevo sentido y valor. Con Cristo tenemos una forma nueva de poderlos vivir con toda intensidad. Descubrir todo eso, encontrar esa luz para nuestra vida es encontrar ese tesoro escondido por el que hemos de darlo todo.
No terminamos los cristianos de descubrir la alegría de la fe. Sí, vivir nuestra fe en Jesús con alegría, con gozo hondo, con felicidad plena. Y una alegría tan grande que contagie a los demás. Nuestra fe y todos los valores que en el Evangelio encontramos nos hace sentirnos seguros y entusiastas para mostrar ese gozo a los demás, para contagiarlos de aquello que nosotros hondamente vivimos. Pareciera algunas veces que estuviéramos como escondiéndonos, con miedo a manifestar lo que creemos y lo que es el sentido de nuestra vida. Y eso no cabe nunca en un cristiano.
Sintámonos orgullosos – valga la palabra – de nuestra fe y que por Jesús seamos capaces de darlo todo, porque El es el único sentido y valor de mi vida. Es nuestra Sabiduría y nuestra Salvación.

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