1Jn. 1, 5-2,2; Sal. 102; Mt. 11, 25-30
Que bueno es encontrar un rayo de luz en medio de las turbulencias de una tormenta; qué bueno encontrar un corazón acogedor cuando nos vemos atormentados por los problemas de la vida, por las incomprensiones de los demás, o por las angustias que llevamos en el corazón. Es un asidero de paz, es un nido de calor, es la serenidad de una tarde apacible que siempre nos va dejando un rayo de luz para nuestro sendero. Qué bien nos sentimos, qué fuerza de ánimo surge en nuestro interior, qué caminos nuevos se nos abren, que fortaleza nueva sentimos en nuestras piernas para seguir haciendo el camino.
Así tenían que sentirse los que rodeaban a Jesús, los que venían a su encuentro. Hoy el evangelio nos ofrece un momento en el que se destapa la ternura del corazón de Cristo. Deja traslucir la emoción que siente en su interior cuando son los pequeños y los sencillos los que se acercan a El, con alegría da gracias al Padre por poder vivir esos momentos, se derrama su ternura con aquellos que con humildad y sencillez le escuchan porque son ellos los que desde esa pureza de corazón pueden conocer el corazón de Dios.
Vivirán con sus angustias y sus agobios, desde la pobreza de sus vidas que por otra parte se ven atormentados en sus carencias pero también por las desesperanzas que se meten en el alma; pero no han perdido el resplandor de la humildad para reconocerse pobres y necesitados y por eso buscan con ansias esa paz que les llene su espíritu; son los que desde su pobreza, su sencillez y su humildad más pronto podrán entrar en la sintonía de Dios. No se han recubierto con la corteza de la autosuficiencia ni del orgullo, se saben pobres y necesitados y con esa humildad se abren a Dios.
‘Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien’. Son los que siempre han rodeado a Jesús, desde aquellos pastores que a la voz de los ángeles acudieron al establo de Belén, como aquellos que ahora le rodeaban y a El acudían con sus sufrimientos y sus pobrezas, le escuchaban a la orilla del lago, o salían a su encuentro en caminos o en desiertos, se sentaban a sus pies en la montaña habiendo acudido de lejos para estar con él o como María de Betania no perdía una de sus palabras sentado a su lado en el patio de su casa.
Y Jesús tenía mucho que ofrecerles, curaba sus heridas o sus dolencias, les devolvía la dignidad de sus vidas haciéndoles volver con gozo al encuentro de los suyos, abría los ojos del alma y llenaba de esperanza sus corazones, para todos tenía una palabra de consuelo y de paz, una palabra que ponía en camino liberándoles del peso de tantas camillas en las que se sentían postrados, y les liberaba del mal más profundo que había dado muerte a sus vidas ofreciendo siempre el perdón, la misericordia y la paz.
‘Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, les dice, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera’. En su mansedumbre, en la humildad de su corazón encontraremos nuestro descanso. Seguirle no es una carga insoportable, sentirnos acogidos por la ternura de su corazón nos hará encontrar la paz. Es un nido de amor, es corazón ardiente que hará vibrar de una forma nueva nuestro corazón, es el remanso de paz que restaura nuestras fuerzas perdidas, es quien va a poner ardor en nuestro corazón.
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