Unas
palabras que en cierto modo no son nuevas porque es lo que hemos contemplado a
lo largo del evangelio con la cercanía y gestos de amor de Jesús
Isaías 40, 25-31; Sal 102; Mateo 11, 28-30
¿Habremos sentido alguna vez el deseo
de descansar sobre un hombro amigo no solo nuestro cuerpo roto por el cansancio
sino más nuestro espíritu agarrotado por los agobios y las luchas de cada día?
También quizás hemos escuchado al amigo que nos dice, quizás incluso desde que
se levanta por la mañana, ¡qué cansado estoy! Se supone que no es solo el
cansancio físico el que le atormenta en esos momentos, sino que quizás haya
algo más hondo en su espíritu que ni él mismo es capaz de reconocer.
Falta de ilusión, metas indefinidas o
metas que no se es capaz de conseguir, desorientación en el camino aunque no se
quiere reconocer por aquel orgullo de yo sé bien lo que quiero, pero realmente
no sabe a donde quiere llegar en la vida, un sinsentido que tratamos de apagar
con alegrías fáciles y momentáneas pero que en el fondo nos dejan un amargor
dentro de nosotros mismos.
No son pesimismos los que alientan
ahora mis palabras y mis pensamientos, sino una realidad que constatamos
fácilmente en la superficialidad con que vivimos la vida. Y vienen los
cansancios y las desilusiones, viene el ver las negruras que parecen que
resaltan más que la claridad que queremos encontrar. ¿A dónde vamos? ¿Qué
queremos? ¿Qué sentido le estamos dando a la vida?
Y nos encontramos un mundo revuelto, y
nos damos cuenta que quizás somos nosotros los primeros que tenemos nuestro reconocer ese mundo revuelto y necesitamos ese hombro donde apoyar nuestra cabeza para sentir
un calor nuevo en el alma que nos impulse a levantarnos de nuevo para seguir el
camino.
Hoy escuchamos la Palabra de Jesús que
tanto estamos necesitando escuchar. Es ese hombro en el que reclinar nuestra
cabeza. Cuánto envidiamos – en un buen sentido – a aquel discípulo amado que
pudo reclinar su cabeza sobre el corazón de Cristo en aquella noche tan llena
de tragedias y negruras pero donde realmente resplandecía la luz que no sabíamos
descubrir.
Jesús es ese corazón que nos escucha,
que presta atención a nuestra vida, a nuestros deseos y a nuestras inquietudes.
¿Qué quieres que haga por ti?, nos está diciendo como le decía aquellos
enfermos que se acercaban a El.
Jesús es quien camina también a nuestro
encuentro cuando nos encontramos inmersos en nuestras soledades y nos parece
que nadie nos escucha ni nos ayuda. ¿Quieres curarte? Nos dice a
nosotros también como al paralítico de la piscina.
Jesús abre un hueco en su entorno para
que podamos llegar a El a pesar de las barreras que se puedan interponer en
tantas puertas cerradas como podemos encontrar en la vida, como recibió a aquel
paralítico bajado entre angarillas desde el techo para decirnos también ‘tus
pecados están perdonados, levántate y anda’.
Hoy nos está diciendo: ‘Venid a mí
todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo
sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y
encontraréis descanso para vuestras almas’. Son nuevas y no lo son sus
palabras, porque es lo que a lo largo del evangelio hemos contemplado y
escuchado que nos decía con sus gestos y con su cercanía, con los signos que
realizaba o con la mirada que nos tendía.
¿Seremos capaces de sentir un gozo
nuevo en el corazón que nos llena de una nueva esperanza?
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