Es el Buen Pastor que conduce a su rebaño, que guía a su Iglesia, se preocupa de la humanidad, me hace sentir el amor de Dios, el Señor y Rey de mi corazón y de toda la humanidad
Ezequiel 34, 11-12. 15-17; Sal 22; 1Corintios 15, 20-26. 28; Mateo 25, 31-46
Es una imagen en cierto modo perdida para la gente de hoy porque ya casi ni en imaginación somos capaces de ver un rebaño con sus pastores que cruce nuestros caminos, atraviese nuestros campos o recorra nuestras montañas. Tengo mis años y recuerdo en mis años jóvenes encontrarme en algunos de los pueblos y parroquias por donde estuve esos rebaños que incluso en ocasiones se me atravesaban en los caminos o carreteras en su trashumancia desde las zonas de costa hasta las montañas según la época del año.
Sería ahí donde comprenderíamos la tarea del pastor y su preocupación porque no se pierdan en esas laderas y barrancos algunos de sus animales, el llevarlos allí donde mejores pastos se puedan encontrar, el cuidar y atender a las heridas o a las madres con sus corderitos, el reunirlos en el redil al caer la tarde para evitar los peligros de la noche.
Es la imagen preciosa que se nos propone hoy, primero desde el anuncio del profeta, pero que vemos reflejada en la actitud, en los gestos y en las palabras de Jesús. Pero es la imagen que tenemos que contrastar con nuestros caminos, los caminos de la Iglesia, pero también los caminos de nuestra humanidad también herida y rota pero siempre anhelante en búsqueda de un mundo mejor. ¿Quién nos conducirá por esos nuevos caminos? ¿Quién nos abrirá la mente y los corazones para que descubramos esa luz que nos ilumine o esos pastos de vida que nos alimente para poder alcanzar ese algo nuevo que todos anhelamos?
Cuando hemos estado hablando de esa imagen del rebaño hemos hecho mención a la figura del pastor que conduce a ese rebaño. Necesita nuestra humanidad unos nuevos líderes que nos sepan conducir por caminos de vida y no de muerte. Solos y haciendo nuestro propio camino de una forma individual seguramente difícil nos será alcanzar eso que anhelamos. Surge la inquietud en la humanidad por esos derroteros por donde estamos llevando la vida y muchas veces nos encontramos como desorientados entre tantas cosas distintas que escuchamos, o entre esos diversos caminos que se quieren abrir ante nosotros.
Ahí está, es cierto, nuestra tarea. Ahí está, y grande es la responsabilidad, que tenemos los cristianos, los que creemos en Jesús en poder ofrecer a ese mundo que nos rodea esos nuevos caminos que nos lleven a plenitud y felicidad para todos. No podemos desentendernos. No podemos encerrarnos en el reducto del resto de los que quedamos que podemos tener el peligro de refugiarnos detrás de algunas cosas que pueden ser también buenas, pero no somos capaces de salir a ese mundo llevando nuestra luz, llevando el mensaje del evangelio que sea en verdad luz para nuestro mundo.
No es tarea fácil y nos llenamos de miedos. Pero es una palabra que no podemos callar para que vayamos desterrando tantas sombras y tantos signos de muerte en los que se ha ido envolviendo nuestro mundo, y para que abramos ese camino nuevo de hacer una nueva y mejor humanidad.
Cuando en este último domingo del ciclo litúrgico estamos celebrando la fiesta de Cristo Rey del Universo ese tiene que ser nuestro compromiso. No vamos a transformar nuestro mundo porque impongamos unas nuevas leyes, que algunos llaman de progreso, pero que de verdad no crean esa nueva humanidad. Nosotros tenemos unos valores que parten del evangelio de Jesús que serán los que verdaderamente realizaran esa transformación del mundo. Es lo que tenemos que contagiar, es de lo que tenemos que impregnar a la humanidad. Es también la manera de decir y de proclamar que Cristo es el verdadero sentido de la vida, el verdadero señor de nuestra historia, en quien podremos alcanzar la mayor plenitud.
Ahí lo tenemos bien reflejado en el texto del Evangelio que en este domingo se nos propone. Dejémonos envolver por el amor y contagiemos de amor. Con ese amor con el que nos acercamos a los demás haciéndonos uno con los que sufren o con los que tienen hambre. Con ese amor que nos hará tener una mirada nueva y limpia y que quitará toda malicia de nuestro corazón para mirar al otro siempre como un hermano al que tenemos que amar. Con ese amor que nos hará buscar siempre el bien, para que todos nos sintamos hermanos que nos entendemos y vivimos en concordia, con quienes compartimos lo mejor que tenemos de nosotros mismos, y nos hará que siempre tengamos un compasivo y misericordioso. Con ese amor que nos llena de esperanza pero también pone paciencia en nuestras actitudes ante las incomprensiones o los desprecios que de los otros podamos sufrir, porque siempre estará el perdón presente en nuestros labios y en nuestro corazón.
Y todo eso lo hacemos, no por nosotros mismos, con nuestras fuerzas o con nuestras habilidades. Tenemos una razón poderosa y es que siempre veremos en el otro el rostro de Jesús, y sabemos que amando al otro estaremos amando a quien por nosotros se dio para que tuviéramos nueva vida.
Pero sabemos que no somos nosotros los que vamos a transformar el mundo, es la tarea del Espíritu de Jesús que en nosotros está y con quien contamos. Es el Buen Pastor que conduce a su rebaño, que guía a su Iglesia, que se preocupa de la humanidad, el que me hace sentir el amor de Dios en mi vida.
El es el Señor y Rey de mi corazón y de toda la humanidad. Es lo que hoy celebramos.
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