Nuestros
tesoros no pueden estar en las alforjas, nuestros tesoros tenemos que
guardarlos en el cielo
Daniel 1, 1-6. 8-20; Sal.: Dn. 3, 52-56;
Lucas 21, 1-4
Cuántas vueltas damos cuando tenemos
que desprendernos de algo; como se suele decir dar más vueltas que un perro
para echarse. Nos lo pensamos una y otra, esto en otra ocasión nos va hacer
falta, ya siempre puedo sacarle alguna utilidad y vete a saber qué es lo que
van a hacer con ello, mil imaginaciones, mil vueltas, mil preguntas llenas de
dudas; somos recelosos, nos volvemos mezquinos. Es como si solamente pudiéramos
dar cuando ya nos sobra y no lo necesitamos para nosotros. Y dar de lo que
sobra no es generosidad.
Sin embargo qué grande es la
satisfacción que sentimos en nuestro interior cuando damos el paso de la
generosidad y del desprendimiento; hasta parece que nos hemos quitado un peso
de encima; es que nos sentimos cómo más livianos, más ligeros, más libres. El egoísmo
nos ata y nos esclaviza, porque nos esclaviza a las cosas, porque parece que sin
ellas nada somos y por eso no queremos desprendernos de lo que consideramos
nuestro, y nos esclaviza a nuestro propio yo que nos encierra en nosotros
mismos. Cuando somos generosos y damos nos sentimos más libres.
Es la lección que Jesús nos da hoy en el
evangelio. Y la da fijándose, precisamente, en las actitudes de los demás.
Estaba a la entrada del templo, frente al cepillo de las limosnas. Era el lugar
de las ofrendas. Algo que cuando se hace de verdad nos hace humildes, lo
tenemos que hacer con humildad para que adquiera todo su valor. Ya nos dirá
Jesús en otro momento del evangelio que no sepa tu mano izquierda lo que hace
la derecha. Y ya llama la atención de los que poco menos que van tocando
campanillas por delante cuando van a hacer algo bueno para que la gente se
vuelva hacia ellos y vean lo que hacen. Son distintos momentos del evangelio en
los que Jesús nos habla de esto.
Allí iban entrando en el templo los que
se consideraban importantes y con mucha ostentación y mucho ruido iban
depositando sus monedas en el arca de las ofrendas. El ruido de los que se
creen importantes hará que pasan más desapercibidos los que actúan con
sencillez y humildad. Es en lo que se fija Jesús. Una pobre viuda deposita también
su ofrenda. No hace ruido, nadie sabrá lo que allí ella ha depositado, nadie es
consciente del sacrificio que le habrá costado a aquella pobre mujer el
depositar religiosamente allí su ofrenda. Es un pobre de Yahvé, de los que habían
hablado los profetas. Son las personas humildes que de verdad agradan al corazón
de Dios.
Es Jesús el que se ha fijado y resalta
ante sus discípulos el valor de lo que hecho aquella mujer. Ha echado todo lo
que tenía para vivir. Sus pequeñas monedas sí que son valiosas a los ojos de
Dios. Como dice Jesús en su pobreza ha echado más que aquellos que han puesto
en el cepillo de lo que les sobra. Aquella mujer nunca se sentirá abandonada de
Dios. Podemos recordar ejemplos del antiguo testamento como el caso del profeta
Elías con la mujer sunamita, a la que solo le quedaba un poco de harina y unas
lágrimas de aceite para hacerse para ella y su hijo y luego esperar la muerte.
Pero allí está el profeta que recuerda que la generosidad de Dios es más grande,
y no va a mermar el aceite en la alcuza ni la harina en el cajón.
Es lo que ahora nos está enseñando
Jesús. No le demos vueltas. No nos lo pensemos tanto. Pongamos generosidad en
la vida. Seamos capaces de ser desprendidos. No miremos lo que a nosotros nos
puede faltar, sino el regalo de vida que nosotros podemos compartir. Nuestros
tesoros no pueden estar en las alforjas, nuestros tesoros tenemos que
guardarlos en el cielo.
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