Como
perfume, como luz o como sal hemos de expandirnos por el mundo con los dones
que Dios ha puesto en nuestras manos y de los que somos administradores
Génesis 37, 3-4. 12-13a. 17b-28; Sal 104;
Mateo 21, 33-43, 45-46
Malo es
sentirse dueño de algo de lo que solo soy un administrador. Quien administra
algo que se le ha confiado ha de saber actuar con responsabilidad en su función,
pero siempre conciente de cual es su papel, del que un día le han de pedir
cuentas, pues solo es un servicio que presta – es cierto con su remuneración y
sus beneficios – en ese encargo que le han confiado. Mal podríamos pensar de un
administrador que se cree dueño para hacer y para deshacer, para buscar solo
sus propios beneficios y no ser consciente de la función que allí desempeña. No
podemos apoderarnos cual presas de rapiña de aquello que no es nuestro, aunque
en nuestras manos esté, pero de lo que solo somos unos administradores que
hemos de conseguir los mejores beneficios para quien en verdad es el
propietario.
Con este sentido
nos propone Jesús algunas parábolas, como la de aquel administrador injusto,
aunque fuera muy sagaz en sus manejos. Hoy nos propone Jesús esta parábola de
la viña y los viñadores que no rinden cuentas, sino lo que es peor tratarán de
apoderarse de aquella viña.
Es cierto que
en una primera lectura de la parábola y dada la situación en la que Jesús la
propuso está haciendo como un repaso a la historia de Israel. Son el pueblo de
Dios, la viña preferida del Señor, como ya aparece incluso en los profetas del
Antiguo Testamento. Ahí está toda la historia del amor de Dios por su pueblo,
al que había elegido en Abrahán y al que un día liberará de la esclavitud de
Egipto conduciéndolo en medio de obras portentosas a través del desierto hasta
la tierra que les había prometido.
Aquello que
Moisés en el Deuteronomio les había advertido pronto lo olvidaron. Cuando
lleguen a aquella tierra que Dios les va a dar y comiencen a comer del fruto de
aquella tierra, que no olviden al Señor su Dios que un día los había liberado
de Egipto, les había hecho cruzar el mar Roja y los había llevado a la tierra
prometida. No te olvides del Señor, tu Dios, les había advertido Moisés. Pero
bien sabemos la historia de altos y bajos que fueron recorriendo, olvidándose
de la Alianza que habían hecho en el Sinaí y no dando los frutos que Dios
esperaba de ellos.
Nos lo
refleja la parábola, como el final o el momento culminante de aquella historia
cuando Dios les envía a su propio Hijo. ¿Qué estaban haciendo ahora con Jesús?
¿Merecían ellos aquellos dones de Dios dada la respuesta que estaban dando?
¿Habían sido buenos administradores de los dones de Dios?
Pero hoy que
nosotros estamos escuchando esta Palabra de Dios no nos quedamos en recordar
historias antiguas, o la referencia a la respuesta o no que otros hayan dado,
sino que tenemos que ver nuestra propia historia, nuestra propia vida. ¿Cómo
respondemos a los dones de Dios?
Pensamos en
el don de la vida que Dios nos ha regalado, ¿somos capaces cada día de dar
gracias a Dios por ese don tan maravilloso que es nuestra propia vida? Somos
administradores de ese don de Dios en nosotros. Hay quien puede pensar que
puede hacer de su vida lo que quiere porque es su propia vida, pero un creyente
no puede pensar de esa manera. esa riqueza que hay en nosotros, en nuestra vida
con sus dones y cualidades, no es solo para nosotros mismos sino que vivimos en
un mundo en el que tenemos que ser buena semilla que alegre con las flores de
sus valores al mundo que le rodea pero que también dé sus frutos.
Pensamos en
la vida, pero pensamos en la riqueza de nuestra fe, semilla que Dios ha
plantado en nuestro corazón. Con ella hemos de saber perfumar nuestro mundo
porque con ella descubrimos un nuevo sentido, un nuevo valor a cuanto hacemos y
cuanto vivimos. No nos la podemos guardar para nosotros mismos; es algo de lo
que hemos de saber contagiar a los que nos rodean, con ella hemos de saber ser
luz para los demás, con ella tenemos que ser sal para nuestra tierra.
Como el
perfume que se expande embriagando a cuantos lo reciben, como la luz que con
sus resplandores ilumina cuanto hay en su entorno, como la sal que da buen
sabor a aquello que es nuestro alimento despertando el apetito de lo mejor, así
tenemos que ser en medio de nuestro mundo. No nos podemos guardar los frutos de
esa viña para nosotros solos porque se nos han confiado para que beneficiemos a
los demás haciendo un mundo nuevo. ¿Sabremos ser buenos administradores de esos
dones que Dios nos ha confiado?
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