El
amor de una madre es tan poderoso que hasta mueve el corazón de Dios y es signo
y señal de que se rompen todas las barreras y todos puedan sentir el amor de
Dios
Reyes 11, 4-13; Sal 105; Marcos 7, 24-30
El amor de
una madre es tan poderoso que hasta mueve el corazón de Dios. Quienes son
madres lo experimentan en su vida, nada las puede detener. Harán lo imposible
por conseguir lo que desean para sus hijos. Todos lo hemos palpado a nuestro
alrededor o en experiencias también de nuestra misma vida. Moverán lo que sea
necesario, acudirán a donde tengan que acudir sin miedos ni complejos, siempre
sus hijos estarán por encima de todo. ¿Cómo pueden permitir el sufrimiento de
un hijo? Capaces son de ponerse en su lugar. El amor la ciega y serán como una
fiera salvaje para conseguir lo que sea para su hijo.
Lo
contemplamos en diversas páginas del evangelio. ¿Qué es si no lo que hacía la
madre de los Zebedeos cuando se acercó con sus peticiones para sus hijos a
Jesús? El amor llenó de ambición su corazón haciendo incluso oídos sordos a lo
que Jesús antes les había enseñado.
¿Qué es lo que le vemos hacer a esta
mujer cananea que corre por las calles tras Jesús, que es capaz de soportar
todas las humillaciones posibles, que se siente ninguneada por ser mujer y por
ser gentil, pero que insiste e insiste con mil argumentos que se los inspirarán
su amor para conseguir lo que está pidiendo? El amor de madre la hizo grande
para mover el corazón de Dios.
Y es que el amor de una madre es
humilde, no le importa hacerse o sentirse pequeña, pobre y necesitada; el amor
de una madre es generoso porque no pide para ella; el amor de una madre la hace
desgastarse sin importarle hacerse la última con tal de conseguir lo mejor para
sus hijos; el amor de una madre la hace ser muchas veces invisible, pero será
el corazón que siempre está atento y vigilante porque no se puede dormir.
Son los pobres y los humildes, los
sencillos y los pequeños los que se ganan el corazón de Dios; ya Jesús nos dice
– y da gracias al Padre por ello – que Dios solo se revela a los que son
pequeños, sencillos, humildes, generosos de corazón. El que se hace pequeño de
verdad no dejará meterse nunca la malicia en su corazón y serán los limpios de
corazón los que verán a Dios; el humilde y el sencillo entenderá mejor que
nadie los secretos del misterio de Dios; los pobres que saben vivir
desprendidos de todo serán capaces de tener un corazón grande para que lo ocupe
totalmente Dios.
Lo vemos hoy reflejado en esta página
del evangelio. Una mujer que ni siquiera era judía que se ganó el corazón de
Cristo para terminar reconociendo la grandeza de su fe. Y aquel día saltaron
las barreras, porque le mujer finalmente comenzó a ser escuchada; saltaron las
barreras porque se nos dio a conocer que el amor de Dios no era sólo para los
que se consideraban hijos de siempre; saltaron las barreras porque la buena
nueva del evangelio comenzaba a anunciarse más allá de las fronteras de Israel.
Era el principio de lo que sería luego
el gran mandato de Jesús de ir por todo el mundo para anunciar el evangelio y a
todo aquel que creyese se le derramaba la gracia de Dios también sobre sus
vidas. Era un preanuncio de aquel mantel que un día vería Pedro bajar del cielo
con toda clase de animales y de comidas de las que él también habría de comer;
nada ni nadie se consideraba ya indigno de alcanzar la gracia del Señor lo
transformaba todo.
¿Seguiremos nosotros aun poniendo
barreras? Con nuestras actitudes y posturas ¿seremos acaso alguna vez nosotros
barreras que quieran impedir el avance de lo que es la gracia de Dios?
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