No le
caben a Juan los gozos en el corazón de lo que ha experimentado con la
presencia de Jesús y no puede callar que es el Hijo de Dios, no lo callemos
nosotros tampoco
1Juan 2, 29 – 3, 6; Sal 97; Juan 1, 29-34
‘Yo no lo conocía, pero he salido a
bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel…’ Es el testimonio de Juan Bautista que venimos
recordando continuamente estos día, un testimonio que va ‘in crescendo’ en los
textos que nos va ofreciendo la liturgia de estos días finales de Navidad. Para
eso ha venido él, como Precursor, como la voz que grita en el desierto, como el
que prepara los caminos del Señor.
‘Con vosotros está y no lo conocéis’, dirá en otra ocasión. Hoy nos puede decir ya que él
sabe quien es. Ha recibido una revelación en su corazón, no en vano ha venido
como profeta precursor, como profeta que prepara los caminos, aunque en su
humildad el se considere poca cosa. Pero de alguna manera había sido ungido con
la presencia de Jesús cuando la visita de María a Isabel en la montaña, porque
solo oírse la voz de María había comenzado a saltar de alegría en el seno de su
madre.
Ahora se le ha revelado que aquel sobre
quien vea bajar el Espíritu, será el que viene a bautizar con Espíritu Santo y
fuego, con lo que se diferenciaría el bautismo de Juan. ‘Yo no lo conocía,
pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre quien veas bajar
el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo’.
Y Juan da testimonio.
Por eso lo había señalado. ‘Este es
el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo’. Y terminará diciéndonos
en su testimonio que es el Hijo de Dios. ‘Y yo lo he visto y he dado
testimonio de que este es el Hijo de Dios’. Había sido testigo de la
teofanía del Jordán. Como escucharemos ya más detalle el próximo domingo cuando
celebremos el Bautismo de Jesús, había venido, se había puesto en la fila de
los que iban a ser bautizados, Juan lo había reconocido y en principio se había
querido negar a bautizarlo, porque decía que quien tenia que ser bautizado era
él, pero en la insistencia de Jesús lo había hecho. Pero allí se había
manifestado la gloria del Señor. El Espíritu bajó sobre Jesús, como
escucharemos próximamente y la voz del cielo lo había señalado. Por eso Juan
ahora podía dar testimonio ‘he dado testimonio que es el Hijo de Dios’.
Qué hermoso que en tan pocos renglones
se nos de un testimonio y una definición tan completa de Jesús, el Cordero de
Dios que quita el pecado del mundo, el que viene a bautizarnos en el Espíritu,
el Hijo de Dios verdadero, a quien hemos de escuchar y seguir. Por eso en la
continuación de la lectura del evangelio veremos que ya algunos discípulos de
Juan se van con Jesús. Será momento para otra reflexión. Hoy nos toca
profundizar en lo que hemos escuchado, confesar también nuestra fe en Jesús.
Pero recordar con lo que también hemos
escuchado en la carta de san Juan cómo al ser bautizados nosotros en el Espíritu
nos hemos convertido también en partícipes de la vida divina que nos hace a
nosotros también hijos de Dios. ‘Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para
llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no lo
conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo
que seremos. Sabemos que, cuando él se manifiesta, seremos semejantes a él,
porque lo veremos tal cual es’.
Nos quedará contemplar otros momentos y
otros textos del Evangelio en estos pocos días que nos restan ya de la
celebración de la Navidad y próximamente de la Epifanía del Señor. Pero quizá
nos quede preguntarnos dónde está el testimonio que nosotros igual que Juan
estamos dando. Juan no se lo calló para él lo que estaba viviendo y
experimentando en sí mismo de esa presencia de Dios. Desde esa experiencia de
estar bautizados en el Espíritu que nos hace hijos de Dios tenemos que hacer
partícipes con gozo a los demás de esta dicha que podemos vivir. ¡Qué amor más
grande nos ha tenido Dios para llamarnos y hacernos sus hijos! Creo que todavía
no hemos saboreado lo suficiente esta gracia del Señor. Tenemos que repetírnoslo
una y otra vez hasta que sintamos esa convicción profunda dentro de nosotros y
nos sintamos inundados por la alegría de Dios.
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