Desde
la mecha humeante de nuestra pequeña inquietud reavivemos la llamarada de la
esperanza de un nuevo amanecer para nuestro mundo de hoy
1Juan 3, 22 – 4, 6; Sal 2; Mateo 4, 12-17.
23-25
Los pueblos,
como las personas, a veces necesitamos revulsivos que nos despierten del
letargo en que nos sumimos en la rutina de los días. Parece que nada sucede,
que todo es igual, pero quizá en un momento determinado sucede algo inesperado
que hace que la gente se despierte y comience a ver las cosas de otra manera. Lo
necesitamos, porque fácilmente podemos caer en esa atonía que no nos lleva a
nada, que nos lleve a una monotonía de la vida sin color y sin calor humano y
parece que todo se nos vuelve gris.
Quizás, por
pensar en alguien, un maestro que aparece por nuestros pueblos que comienza a
trabajar con una nueva pedagogía y despierta sus alumnos en el colegio, pero
implica a los padres y se va formando como una espiral en ese despertar que
mueve para mejor aquella sociedad que parecía sin vida; puede ser un buen dirigente
social, o puede ser algo que lleva inquietud en el corazón y va sembrando esa
semilla de inquietud en los demás que hará que se vayan despertando y sea como
un nuevo amanecer. Gentes así necesitamos en nuestra sociedad, en nuestros
pueblos, en ese mundo cercano a nosotros con tanta atonía y monotonía.
Hoy en el
evangelio se nos habla de un nuevo despertar que fue como un nuevo amanecer
para Galilea. El evangelista cuando nos lo narra recuerda los anuncios de los
profetas, que parecía que nunca tenían cumplimiento, pero que ahora estaba
haciendo ese nuevo amanecer. Quienes habitaban como en sombras vieron el
resplandor de una nueva luz, quienes vivían en la desesperanza y en el dejarse
llevar a lo que saliera, vieron que en
sus corazones aparecía de nuevo esa llamarada de la esperanza desde las
palabras que aquel nuevo profeta iba repitiendo por los caminos de Galilea.
‘El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en
tierra y sombras de muerte, una luz les brilló’.
El establecerse Jesús en Cafarnaún a su
vuelta de su encuentro con Juan en el Jordán y comenzar a enseñar en la
sinagoga y a recorrer los pueblos vecinos fue un despertar para aquellas
gentes. Jesús anunciaba que el Reino de Dios llegaba, Jesús pedía la conversión
del corazón para creer en esa Buena Noticia que estaba anunciando, y aquellas
palabras fueron semilla de vida y de esperanza para aquellas gentes que venían
de todas partes para escucharle y que incluso en su esperanza de algo nuevo le traían
sus enfermos para que los curase.
‘Jesús recorría toda Galilea
enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda
enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Su fama se extendió por toda Siria y
le traían todos los enfermos aquejados de toda clase de enfermedades y dolores,
endemoniados, lunáticos y paralíticos. Y él los curó. Y lo seguían multitudes
venidas de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y Transjordania’.
Algo nuevo estaba comenzando. Una
esperanza se despertaba en el corazón. Los signos comenzaban a multiplicarse en
los enfermos aquejados de toda clase de enfermedades y dolores que eran
curados. Las muchedumbres venidas desde los más lejanos lugares de toda
Palestina se agolpaban a la puerta de Jesús. Aparecían las señales del nuevo Reino
de Dios que Jesús estaba anunciando.
¿Qué necesitamos nosotros para
despertar? ¿Qué signos tenemos que ver en torno nuestro para que seamos capaces
de darnos cuenta de que algo nuevo tiene que comenzar? ¿Andaremos también tan aturdidos que no somos capaces de sorprendernos por las señales que Dios pueda
ir poniendo a nuestro lado? Quienes estamos leyendo esa reflexión y comentario
al Evangelio seguro que lo hacemos porque alguna inquietud tenemos en el
corazón, ¿vamos a dejar que se apague o nos decidiremos a dar un paso adelante
con el que podamos arrastrar a alguien que esté a nuestro lado? Hay una llamada
del Señor a la que no podemos hacer oídos sordos.
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