Un
corazón lleno de esperanza, porque esperamos que un día también nosotros
podremos vivir esa plenitud en Dios cuando acabemos la carrera por este mundo
Apocalipsis 21, 1-5a. 6b-7; Sal 24;
Filipenses 3, 20-21; Juan 11, 17-27
‘Es una idea piadosa y santa rezar
por los que han muerto para que sean liberados del pecado’. Es lo que hacemos de manera especial estos días, es
lo que hace la Iglesia siempre. Es el consuelo que anima nuestra fe y nuestra
esperanza, es lo que nos hace superar los momentos duros y difíciles de la separación
por la muerte de los seres queridos, es lo que nos hace pensar en la trascendencia
de nuestra vida.
Pero algunas veces cuesta. Ya sabemos
también lo que hay en nuestro entorno, no siempre se vive con esa esperanza y
con esa trascendencia. Para muchos parece que la vida se termina en una nada
cuando no hay ninguna otra esperanza. Y estoicamente sufrimos el desgarro que
supone en el alma toda muerte o nos dejamos hundir y ahogar en las
desesperanzas y en las angustias llenando de amargura la vida que no encuentra
caminos para superarla. Pero siempre en el fondo del corazón del hombre hay un
ansia de plenitud que no se puede acabar en la muerte. Para muchos quizás sea
un más allá lleno de vació y como en la nada, o nos encontraremos también en
quienes piensan en transformaciones en otros seres de una cadena sin fin. Pero
¿Dónde quedaría entonces nuestro yo personal?
La fe viene a iluminar nuestra vida,
nos dará un sentido de trascendencia no a la nada sino a una vida de plenitud;
la fe nos hace descubrir esa luz que está al final del camino para hacernos
vivir en una luz de plenitud total que solo en Dios podemos encontrar. Y ahí
escuchamos, entonces, las palabras de Jesús que nos habla de llevarnos con El,
para que en vivamos y vivamos en plenitud para siempre. ‘Me voy a
prepararnos sitio para que donde yo estoy estéis también vosotros’.
Por eso Jesús no nos habla de abismos de vacío, sino de estancias donde en El podamos vivir para siempre. ‘Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso’, que nos decía san Pablo. Por eso Jesús no nos hablará de reencarnación sino de hacer que ese yo de nuestra persona viva para siempre, nos habla de resurrección, nos habla de vida eterna. ‘Yo soy la resurrección y la vida el que cree en mi vivirá para siempre’, nos dice. Y nos invita a confiar en El, a creer en su palabra.
Lloramos quizás ante la muerte porque
nuestros ojos no ven; nos podemos angustiar ante la muerte cuando nuestra fe y
nuestra esperanza se ha debilitado, pero nunca podemos caer en la desesperación
porque en Jesús encontraremos el consuelo que necesitamos en lo más hondo de
nosotros mismos. Es cierto que no queremos arrancarnos del lado de aquellos a
los que amamos, y por eso la muerte nos hace llorar y nos hace sufrir, pero con
la esperanza puesta en las palabras de Jesús sentiremos que ahora podemos vivir
en una comunión nueva y distinta con aquellos que amamos y que han muerto para
los ojos de este mundo, pero que tenemos la esperanza de que vivan en Dios. Sin
con Dios nos sentimos en comunión, desde esa misma comunión nos sentiremos en
comunión también con los que han muerto.
Por eso nuestra oración tiene sentido y
se llena de valor. No olvidemos ese artículo de nuestra fe que recitamos en el
credo cuando decimos que creemos en la comunión de los santos, en la
resurrección de la carne y en la vida del mundo futuro. Es mucho más que
unos vasos comunicantes, pero nos puede valer el concepto como ejemplo; todos
nos sentimos unidos en una misma comunión, y lo que es de cada uno es de todos,
las obras de gracia que personalmente realizamos están también en beneficio y
provecho de los demás; por eso nuestras oraciones y nuestras ofrendas tienen
sentido, por eso oramos por los difuntos y ofrecemos lo mejor de nosotros
mismos para que ellos se llenen de la vida de Dios para siempre.
En este día tan especial en que hacemos
esa conmemoración de los fieles difuntos y en nuestras buenas prácticas
piadosas nos sentimos impulsados a ir a las tumbas de nuestros seres queridos
en los cementerios para llevar la ofrenda de una flor y para elevar una oración
al Señor, hemos de hacerlo con todo sentido. Es el regalo de amor que en
nuestro recuerdo les queremos hacer desde esa comunión nueva y tan intensa que
ahora podemos vivir con ellos en virtud de la comunión de los santos, como
hemos venido reflexionando.
Que tenga un sentido profundo lo que
estos días hacemos, que nuestro corazón esté rebosante sí de amor, pero también
lleno de esperanza, porque esperamos que un día también nosotros podamos vivir
esa plenitud en Dios cuando acabemos la carrera por este mundo que algunas
veces se nos hace tan dura. Allí no habrá ni llanto, ni luto, ni dolor
porque este primer mundo ha pasado y entonces esperamos poder vivir la
plenitud de los vencedores participando de la gloria del Señor.
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