Que
sepamos escuchar y cantar con nuestra vida la sintonía del amor y de la
fraternidad, haciendo que la ternura y la delicadeza nos hagan más humanos y
más hermanos
2Corintios 3, 15-4, 1. 3-6; Sal 84; Mateo 5,
20-26
Si uno se pone a pensar un poquito y observa
lo que vemos alrededor, pero en lo que caemos nosotros también con tanta
facilidad, tenemos que reconocer la certeza de aquel aforismo antiguo, latino,
que nos hablaba de que el hombre se ha convertido en un lobo para el hombre. Es
la acritud con que vamos por la vida, reconozco que me pasa muchas veces, la
facilidad con que levantamos la voz cuando queremos imponernos, pero son
también las expresiones hirientes que empleamos frecuentemente en nuestro trato
con los demás.
Hago mención a estos aspectos porque es
algo que tenemos muy claramente delante de los ojos, pero reconozcamos también cuántos
distanciamientos se producen entre familiares o entre vecinos, cuánto cuesta el
entendimiento cuando nos encontramos con opiniones enfrentadas y en nuestro orgullo
perdemos la serenidad para el diálogo, y cuántas violencias se provocan en el día
a día de nuestras relaciones con los demás.
Desgraciadamente entre los que están
ahí como espejos en que mirarnos, en los dirigentes de la sociedad,
contemplamos demasiada acritud, con unos partidismos que encierran a cada uno
en su castillo y no es poco lo que escuchamos en la manera de tratarse los
adversarios con descalificaciones tantas veces insultantes. Por aquello de la
libertad de expresión parece que todo está permitido y la verdad tenemos que
reconocer que poco contribuye a una educación para la paz en las generaciones
más jóvenes.
Muchas veces nos atrevemos a hacer
manifestaciones que decimos a favor de la paz pero llenas de violencia y
acritud en sus gritos o en las expresiones con las que se trata de descalificar
a los que no piensan igual. ¿Ese es el mundo que queremos? ¿Esa es la sociedad
que pretendemos construir?
Hoy Jesús en el evangelio nos da la
pauta de cómo han de ser nuestras relaciones en ese mundo de fraternidad que
pretendemos construir. Es el Reino de Dios que Jesús nos anuncia y en el que se
nos piden unas actitudes nuevas y nuevos gestos de cercanía, fraternidad y
amor. Decir Reino de Dios es reconocer que Dios es nuestro único Señor y cuando
reconocemos que Dios es nuestro único Señor necesariamente hemos de entrar en
un estilo de relaciones mutuas donde han de prevalecer esos valores del Reino
de Dios.
Dios es el único Señor de nuestra vida,
pero es un Dios de amor que se nos manifiesta y se nos presenta como Padre. Así
nos lo enseñó a llamar Jesús. Siendo, pues, hijos de Dios entraña que todos
hemos de sentirnos hermanos, de ahí entonces esos gestos de amor que hemos de
tenernos los unos con los otros porque somos hermanos. Y es lo que nos está
señalando hoy Jesús en el evangelio subrayando algunos aspectos.
Un mundo de armonía y de paz
manifestado en gestos de cercanía y comprensión y en palabras llenas de ternura
y de respeto para con los otros; nunca nuestras palabras pueden herir u ofender
al hermano; un mundo en que sepamos aceptarnos y respetarnos tal como somos
pero buscando siempre el encuentro que rompa las distancias o nos abaje de los
pedestales del orgullo. Por eso nos dirá Jesús es tan importante la
reconciliación y el perdón de manera que no tendría sentido que quisiéramos
hacer ofrenda de amor a Dios mientras estamos distanciados del hermano.
Qué distinto sería nuestro mundo y que
hermosas serían las relaciones que tendríamos los unos con los otros. Que la
ternura y la delicadeza nos haga más humanos; que sepamos escuchar y cantar con
nuestra vida la sintonía del amor y de la fraternidad.
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