No
podremos hacer el anuncio de la buena nueva del amor de Dios para nuestro mundo
si nosotros no comenzamos a amar también a ese mundo amado de Dios
Hechos de los apóstoles 5, 17-26; Sal 33;
Juan 3, 16-21
A veces vamos de buenos en la vida,
pero nos creemos que ir de buenos es considerar que somos nosotros los únicos
buenos, que todos los demás son malos, que el mundo es malo, y un poco como
gallitos nos subimos en nuestros pedestales, pero sobre todo como apartarnos de
ese mundo que nos puede contagiar con su mal. Vamos de ‘chicos chachis’,
en expresión que usábamos en otras épocas que no sé como lo dirán las
generaciones de hoy.
Pero mira la sorpresa que nos da hoy
Jesús en el evangelio, en aquella conversación que mantuvo con Nicodemo que
llevamos varios días comentándola. Resulta que ese mundo es amado de Dios. Esencialmente
tendríamos que decir que si es amado de Dios es que es bueno, porque Dios no
ama lo malo, no ama el mal; o si no lo queremos ver desde esa óptica no nos
queda más que decir que Dios con su amor hace a ese mundo bueno. Y es tanto su
amor, nos viene a decir, que entrega a su Hijo único para que todos se salven
por él. ‘Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo
el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna’. Así nos dice
radicalmente Jesús hoy en el evangelio. Esa es la gran Buena Nueva.
Esto quizá podría interrogar nuestras
posturas y nuestras actitudes ante el mundo, al que tan fáciles y tan dados
somos para juzgar y para condenar. ‘Porque Dios no envió a su Hijo al mundo
para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él’. Podría
parecer que nosotros le queremos enmendar la plana a Dios. Dios no juzga ni
condena, sino que busca la salvación, pero nosotros comenzamos juzgando y
condenando y luego vamos a ver si podemos conseguir algo y lograr salvar a ese
mundo que ya vemos condenado.
Creo que esta es una carencia muy
notable que tenemos en nuestra vida, la falta de amor. Porque aunque digamos
que venimos poco menos que de redentores, nos sentimos unos enviados y unos
misioneros que han de hacer un anuncio del evangelio, de la buena nueva de salvación,
que oferte ese amor de Dios a nuestro mundo, tendríamos preguntarnos
sinceramente si nosotros amamos, amamos con un amor real, no imaginario, a esos
a quienes somos enviados, a quienes vamos a hacer ese anuncio del evangelio,
con los que queremos trabajar en aras a esa nueva evangelización en la que
decimos que estamos embarcados. Si no los amamos poco podrán hacer las palabras
que podamos decirles para convencerles. Es por ahí por donde tendríamos que
comenzar.
Amarles significará una nueva actitud
hacia ellos, amarles será buscar de verdad una cercanía para poder sintonizar
con ellos, amarles será ponernos a su lado y a su altura porque tenemos la tentación
de queremos poner como en un escalón superior, caminar juntos compartiendo
luchas y sufrimientos, haciendo nuestras también sus alegrías y sus esperanzas,
orar por ellos empapando esa tierra que vamos a cultivar con nuestra intensa
oración. Reconozcamos que no rezamos lo suficiente por ese mundo al que tenemos
que amar porque también sabemos amado de Dios.
Luego seguirá diciéndonos en qué
consiste ese juicio de Dios: ‘que la luz vino al mundo, y los hombres
prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que
obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por
sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea
que sus obras están hechas según Dios’.
Somos nosotros los que no queremos la
luz porque no se vea la mala calidad de nuestras obras, podríamos decir. El
juicio de Dios es un juicio de misericordia, una invitación a la luz y a la salvación.
Hay una invitación a acercarnos a la luz sin ningún temor. Queremos hacer las
obras de la luz, queremos dejarnos iluminar por esa luz, queremos sentirnos
amados de Dios y transformados por su amor.
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