Con
qué autoridad hacemos el anuncio del evangelio en cuanto nos sentimos liberados
por la Palabra de Jesús y somos signo de liberación para los demás
Hebreos 2,5-12; Sal 8; Marcos 1,21-28
Es cierto aquello de que una imagen
vale más que mil palabras, pero bien sabemos que vivimos en un mundo de
palabras. Es la manera de expresarnos y de comunicarnos; lo que son nuestros
pensamientos, lo que llevamos dentro, incluso aquello que queremos hacer
tenemos que transformarnos en palabras con las que nos comuniquemos mutuamente
esos deseos, esas ideas, esos proyectos. Es cierto que empleamos el lenguaje de
los signos y de las imágenes y con ellas también hablamos y nos expresamos, pero al final en nuestra
conversación terminamos por transformarlo en palabras, para dialogarlo y
discutirlo, para poder realizarlo sobre todo cuando es una tarea – como lo es
la vida misma – que realizamos en común o en comunión.
Nos habla todo aquel que tiene algo que
decirnos, nos habla el que quiere instruirnos y enseñarnos porque incluso con
las palabras nos hará comprender aquello que ha llegado a nosotros por signos e
imágenes, nos habla el maestro o el poeta, pero nos habla también quien tiene
proyectos para la vida y la sociedad en la que vivimos, ya sea el filósofo o ya
sea el político.
Pero nos cansamos a veces de las
palabras, porque nos suenan huecas y vacías, porque realmente no nos trasmiten
un contenido que nos entusiasme, o porque tras esas palabras descubrimos la
mentira, la falsedad, la apariencia, la hipocresía o la búsqueda de unos
intereses previamente creados y valga la redundancia excesivamente interesados.
Algunas veces quisiéramos hacernos oídos sordos a esas palabras vacías, pero
son tales los gritos y violencias con que quieren trasmitírnoslas que no nos
queda más remedio que oírlas, pero quizás no escucharlas.
Pero no pensemos que esto es cosa solo
de nuestro tiempo. En todo momento de la
historia ha habido charlatanes, personas que juegan con las palabras y nos
pueden presentar la imagen de cosas maravillosas pero que han sido discursos
sin contenido y sin fundamento y se quedan igualmente en el vacío. Todos nos
podemos engañar, todos nos podemos dejar seducir por esas banalidades de la
vida que se nos quieren presentar profundas pero que sabemos bien que no tienen
ningún contenido. Son palabras sin autoridad, porque no van acompañadas de la
vida de quien las pronuncia quedándose entonces sin ninguna autoridad.
‘Este sí que habla con autoridad, no
como los escribas y maestros de la ley’,
exclaman en la Sinagoga de Cafarnaún cuando aquel día les ha enseñado. ¿De qué
les hablaría Jesús? porque el evangelista en esta ocasión no hace ninguna mención.
Pero contemplando lo que fue el inicio de su predicación y lo que sería la
constante de su enseñanza, tuvo que hablarles de la llegada del Reino de Dios. Había
que convertirse y creer en él, había que dejarse transformar para convertir a
Dios en el único Señor de la vida, había que creer aquella Palabra de Jesús
porque allí no estaba la palabra de un hombre cualquiera, sino del que era en
verdad la Palabra de Dios venida a este mundo para ser luz y para ser salvación.
La reacción no se hace esperar por
parte de aquellos que están reacios a aceptar ese Reinado de Dios; a cuántos
les cuesta aceptar esa palabra nueva y esa palabra de vida que nos invita a
dejarnos transformar para ser unos hombres nuevos. Nos viene bien y cómodo
quizá quedarnos como estamos. La reacción en aquella ocasión vino de un hombre poseído
por un espíritu inmundo. ‘¿Qué quieres de nosotros? ¿Quieres acabar con
nosotros? Sé quien eres: el santo de Dios’.
El espíritu del mal que se había
adueñado del corazón del hombre no podía permitir ser arrojado fuera, para que
Dios fuera el único Señor del hombre y de la historia. Es normal esa reacción
de los endemoniados, como dice el evangelio, de los que están poseídos por el
espíritu del mal. ¿No lo seguiremos viendo en el hoy de nuestra vida? Todo son
dificultades y oposición a aquel que quiere llevar adelante una obra buena, una
obra en la que muchos se verán liberados de muchas esclavitudes.
Porque seguimos encadenados a muchas
cosas, son muchos los apegos del corazón y de la vida, son muchos los vicios
que contaminan nuestro espíritu y qué difícil se nos hace liberarnos de ello,
son muchos los intereses creados en algunas personas que quieren tener un
cierto poder de manipulación sobre los otros en su afán de dominio o de
ganancias que cuando alguien quiere liberarse de esas esclavitudes va a
encontrar muchas cosas o personas que quieren influir sobre él y arrastrarle a
ese mismo camino de perdición.
Jesús hablaba con autoridad porque
liberó a aquel hombre de su mal, de la esclavitud que le oprimía. La gente
estaba asombrada. A Jesús bien merecía la pena escucharle porque sus palabras
eran palabras de vida y daban vida. Le veremos luego curando a tantos enfermos,
como un signo de esa liberación que quiere realizar en nosotros.
Claro que en nuestra reflexión nos
queda una pregunta sobre la autoridad con que nos presentamos nosotros haciendo
el anuncio del mensaje de Jesús, o la autoridad de la misma Iglesia. Puede
parecer fuerte. Pero seriamente tenemos que ver en qué medida nos sentimos
liberados desde la Palabra de Jesús y en qué medida somos nosotros liberación
para los demás. Porque esas señales tenemos que darlas y de una manera clara.
El evangelio seguirá ayudándonos a comprenderlo y a realizarlo.
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