Con
nuestra fe y con nuestras obras de amor que de ella nacen hemos de iluminar
nuestro mundo y ser sal de la tierra que no podemos ocultar
Isaías 52, 7-10; Sal 95; Mateo 5, 13-19
¿Nos da vergüenza que vean lo que
hacemos? Nos rodea como un cierto rubor o pudor ante el hecho de que los demás
conozcan lo que hacemos. Queremos mantener nuestra privacidad, y es cierto que
tenemos derecho a ello. Pero no vivimos aislados en el mundo o del mundo sino
que el mismo sentido de nuestro existir es la convivencia porque no estamos
hecho para la soledad y menos una soledad impuesta; a la luz el día vivimos y
contemplamos y compartimos lo que hacemos y lo que los otros hacen. Es cierto
además que desde eso que hacemos, cada uno desde su lugar, vamos construyendo
nuestro mundo y queremos contribuir entre todos a que sea mejor y podamos tener
una convivencia justa y feliz.
Claro que eso no significa que con
vanidad vayamos haciendo alarde de lo que hacemos y con lo que contribuimos
también al bien de los demás. Cuando vamos actuando en la vida con un corazón
recto seremos capaces de ser humildes y sencillos sin orgullos que dañen a los
demás o los minusvaloren, pero sí tendremos ojos limpios para contemplar lo
bueno que los otros hacen y se convierte a la vez en estímulo para nuestra
propia superación y crecimiento personal. Son malas las envidias que nos
envenenan y enturbian nuestra vida y también las relaciones con los demás.
No hacemos alarde, pero tampoco
ocultamos lo bueno que hacemos porque así de alguna manera nos convertimos en
luz los unos para los otros ayudándonos mutuamente a nuestro crecimiento
personal. No podemos ocultar la luz, no tenemos que ocultar la luz, no tenemos
que avergonzarnos de la luz que llevamos en nuestra vida en nuestras buenas
obras y en nuestro buen hacer.
De esto nos está hablando también hoy
el evangelio. De la luz y de la sal. Ni podemos dejar que la sal se desvirtúe,
ni podemos ocultar la luz. Y esto hemos de aplicarlo en todos los aspectos de
la vida. Y esto tiene también una clara referencia a nuestra vida de fe y a
nuestra vida cristiana. Con nuestra fe y con nuestras obras de amor que de ella
nacen hemos de iluminar nuestro mundo, tenemos que ser sal de la tierra.
Y es lo que quizá los cristianos tendríamos
que preguntarnos, si en verdad con nuestra vida, con nuestra fe, con nuestras
obras estamos siendo luz para nuestro mundo. Y es que aquello que decíamos al
principio de esta reflexión de que nos da vergüenza de que vean lo que nosotros
hacemos nos puede estar sucediendo en este ámbito. No nos estamos manifestando
como creyentes ante nuestro mundo, muchas ves lo ocultamos como si nos diera
vergüenza de que los demás sepan que somos cristianos.
Y nuestra si tenemos que manifestarla
con orgullo y con una alegría grande. Damos gracias a Dios por nuestra fe, pero
glorificamos a Dios manifestando nuestra fe al mundo que nos rodea, aunque no
lo quieran aceptar. Nosotros creemos en verdad que en Jesús está la salvación y
esa tiene que ser una luz que ilumine al mundo, para que todos puedan descubrir
el verdadero sentido de la fe que nos ayudará precisamente a la transformación
de nuestro mundo.
La fe ilumina nuestros rostros llenos
de alegría porque en Cristo hemos encontrado el verdadero sentido y valor de
nuestra vida. Manifestémoslo con gallardía ante nuestro mundo para que
contagiemos esa alegría de la fe.
Así tendríamos también que saber dar a
conocer al mundo toda esa historia de santidad que tenemos en la Iglesia; esos
santos que vivieron la alegría de su fe, esos santos que con su palabra y con
el testimonio de su vida tanto hicieron por mejorar el mundo haciendo que todos
fuéramos mejores. En los santos hemos de ver ese ejemplo que a nosotros nos
estimule. Hoy estamos celebrando un gran santo en este sentido como fue Santo
Domingo de Guzmán.
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