Necesitamos
mantenernos firmes y seguros a pesar de las dificultades en un crecimiento
humano de nuestra vida pero también en la maduración de nuestra fe
Números 13,1-2.25; 14,1.26-30.34-35; Sal
105; Mateo 15,21-28
Algunas veces nos crecemos cuando
encontramos dificultades o todo se nos pone en contra; es cierto que hay
momentos en que en situaciones así nos sentimos derrotados, lo queremos echar
todo a rodar, nos desanimamos y al final no seguimos insistiendo. Pero cuando
tenemos confianza en que aquello por lo que luchamos merece la pena, estamos
seguros que lo podemos conseguir, las dificultades no nos arredran sino que
seguimos insistiendo y luchando con una gran fortaleza de espíritu.
Ahí se manifiesta también la grandeza
de la persona, aunque quizá nos pueda parecer llena de defectos y debilidades,
que es incapaz o que no sabe cómo enfrentarse, pero sin embargo insiste y lucha
por conseguir aquello que tanto anhela. Son ejemplos que quizá nos queremos ver
o no sabemos valorar, porque quizá provienen de personas a las que nosotros de
alguna manera consideramos inferiores o incapaces para esas luchas.
No queremos reconocerlo quizá porque
realmente somos nosotros los incapaces para luchar y los que pronto tiramos la
toalla desistiendo del esfuerzo que sería necesario. Ya simplemente con el
ejemplo que no dan personas así podemos decir que tenemos aprendida una hermosa
lección para nuestra inconstancia y nuestra falta de perseverancia.
Pudiera parecer excesiva la
introducción fijándonos en aspectos meramente humanos con referencia a nuestra
propia personalidad como entrada a la reflexión que nos ofrece el texto del
evangelio de hoy. Y es que en este texto de la mujer cananea que va detrás de
Jesús pidiendo compasión para ella y para su hija enferma, en este aspecto
humano ya es una gran lección para nosotros que tendríamos que aprender.
Hoy se nos resalta en este texto la fe
de aquella mujer. Es lo que finalmente Jesús alaba cuando al fin entra en
conversación con ella para atender a su petición. Había ido rogando compasión y
misericordia, haciendo incluso una confesión de fe en Jesús como Mesías - hijo
de David, le llama -, cuando realmente aquella mujer era pagana. Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David.
Mi hija tiene un demonio muy malo, es el grito de aquella mujer.
En el relato hay cosas que nos pueden
confundir en las palabras o en la actitud primera de Jesús, pero que de alguna
manera reflejan lo que era el trato que los judíos daban a los gentiles, con
los que incluso no querían ni mezclarse. Pero en el conjunto del relato
descubrimos una apertura del evangelio y de la salvación que es para todos, y
no se reduce al pueblo judío, basta con que se tenga fe. ‘Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla
lo que deseas’, le dirá
Jesús y la niña quedó curada, liberada del maligno.
Un doble
mensaje estamos descubriendo, por una parte de ese aspecto humano de nuestra
vida donde tenemos que aprender a crecer y a madurar, donde hemos de ser
perseverantes en aquello por lo que luchamos, aunque al mismo tiempo el respeto
y la valoración que hemos de saber hacer de toda persona no discriminándola
nunca por su condición sea cual sea; pero también en el crecimiento de nuestra
fe, por la confianza que hemos de saber poner en Dios que aunque nos parezca en
ocasiones en silencio o lejano a nuestras peticiones o a nuestros sufrimientos,
siempre nos escucha y con nuestra perseverancia en la fe encontraremos la salvación.
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