Tenemos
que aprender a subir a la montaña con Jesús en nuestra oración donde vivamos
nuestro Tabor disfrutando de la presencia de Dios en nuestra vida
2Pedro 1,16-19; Salmo 96; Mateo 17,1-9
‘¡Qué bien se está aquí!’ Alguna vez nos hemos expresado o nos hemos sentido así.
Momentos de felicidad y de dicha, un encuentro familiar, una convivencia con
los amigos, alguna experiencia muy especial allá en lo más intimo de nosotros
mismos… No querríamos que aquel momento se acabara, no queremos perder la magia
de lo que allí estamos viviendo, no deseamos que se diluya esa experiencia
espiritual. Que aquello continúe y desearíamos que sea para siempre, aunque
sabemos bien que tenemos que bajar a la realidad, volver a las cosas de cada
día quizás muchas veces llenas de sombras, pero aquella luz no queremos que se
apague.
Era lo que estaban viviendo aquellos discípulos
allá en lo alto de la montaña y como siempre es Pedro el primero que salta con
su palabra. Más tarde quizás pensará que no sabía lo que decía, pero era algo
tan bonito que deseaba que no se acabara nunca.
Jesús se había llevado a una montaña
alta en medio de las llanuras de Galilea solo a tres de los discípulos, Pedro,
Santiago y Juan. Solía Jesús retirarse a solas a orar y lo hacia en descampado,
se adentraba entre los árboles del monte, subía a un lugar elevado tan
emblemático en la espiritualidad judía. Ahora no había ido solo sino que se
había llevado a aquellos tres discípulos escogidos.
Y allí en aquella intimidad se desplegó
la maravilla del misterio de Dios que se manifestaba en Jesús ante los ojos de
los discípulos asustados y que más bien estaban aturdidos de sueño cuando
tocaba ir a orar como tantas veces nos pasa. Pero aquello los había despertado,
aquellos resplandores, aquella nube que los envolvía, a aparición de Moisés y Elías
hablando con Jesús. ‘¡Qué bien se está aquí!’, y ya querían hacer tres
tiendas para que permanecieran para siempre, aunque casi se olvidaban de si
mismos. Dios les había permitido inundarse de su presencia divina.
Pero algo más iba a suceder porque al
verse envueltos en una nube se escuchó la voz del cielo que señalaba a Jesús
como el amado y preferido de Dios a quien habíamos de escuchar. ‘Éste es mi Hijo, el amado, mi
predilecto’. Esto ya sobrepasaba todo lo imaginable y entonces sí
que se llenaron de temor y cayeron de bruces rostro en tierra. Pero allí está
Jesús con su paz. ‘No temáis’. Había que bajar de nuevo a la llanura.
Aquello era una experiencia para tomar
fuerzas para el camino que iba a ser duro y necesitaba estar bien fortalecidos.
Moisés y Elías habían hablado con Jesús también de su pasión y muerte, algo que
Jesús les había anunciado y nunca habían creído, y ahora tendrían que
enfrentarse a todo el recorrido de subida a la Pascua. Sería la Pascua de Jesús
que tenia que ser también su pascua; ya llevaban por adelantado la experiencia
de Dios que habían vivido donde tendrían que encontrar fortaleza y esperanza,
pero que iba a ser algo bien costoso para ellos. Por eso Jesús les dice que no
hablen de todo aquello hasta después de la resurrección.
Si comenzamos comentando experiencias
humanas que hayamos podido vivir donde nos hayamos sentido bien a gusto, ahora
tenemos que dar un paso más. Es llegar a rememorar en nuestra vida esas
experiencias de Dios que hayamos tenido. Espiritualmente también habremos
tenido en algún momento esa vivencia especial donde sentimos a Dios de manera
especial en nosotros. Son esos momentos de Tabor que hayamos podido tener, o
son esos momentos de Tabor que de alguna manera hemos de buscar.
Tenemos que subir a la montaña también,
tenemos que buscar ese momento donde abramos nuestro corazón a Dios y a como El
quiera manifestársenos. Yo diría que tenemos que saber cuidar nuestra oración
para que no nos adormezcamos como tantas veces nos sucede o que nos caemos de
sueño o nos vamos con nuestra imaginación por otros viajes.
Tenemos que saber encontrar ese momento
de silencio interior, donde nos metamos allá en lo más hondo para escuchar a
Dios, para sentir la presencia de Dios. Con ruidos, con imaginaciones, con
cosas que nos llamen la atención desde lo exterior, o con turbulencias en
nuestro espíritu no podemos escuchar a Dios.
Tenemos que aprender a hacer ese
silencio, a encontrar ese recogimiento, ese saber centrarnos en Dios con toda
nuestra fe para escucharle, para sentirle, para vivirle. Así llegaremos a esa
experiencia de Dios, a esa vivencia de su presencia, a ese sentir que Dios está
con nosotros y camina a nuestro lado, a tener nuestra pascua de Dios en nuestra
vida.
Es lo que hoy celebramos y queremos
contemplar en esta fiesta de la Transfiguración del Señor.
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