No es
la apariencia externa por muy bonita que la presentemos sino ese interior que
de verdad se deja inundar por el Espíritu de amor lo que manifiesta la gloria
de Dios
Deum. 4, 1-2. 6-8; Sal. 14; Sant. 1, 17-18. 21b 22. 27; Mc.
7, 1-8a. 14-15. 21-23
Hay ocasiones en que nos damos cuenta cuando vemos a alguien hacer
alguna cosa que quizá tiene que hacer por obligación que sin embargo lo está
haciendo como de mala gana, de rutina, no está poniendo todo su ser en lo que
está haciendo. Nos puede pasar en más de una ocasión, estamos cansados quizá
pero aquello ahora hay que hacerlo y lo hacemos, pero como se suele decir
estamos pero no estamos, lo hacemos fríamente, rutinariamente.
Y ¡ojo! que nos pasa más de una vez en nuestras oraciones, en los
actos de piedad que realizamos, rezamos pero nuestra mente está en otro lado,
realmente repetimos las palabras o los gestos pero solamente de una forma
mecánica. Hemos llenado quizá nuestra relación con Dios de tantos ritos muy
codificados que podemos tener el peligro de realizarlo ritualmente pero
realmente no haya un encuentro vivo con el Señor.
Cuantas veces quizá hemos recitado el rosario, porque decimos que
tenemos que rezarlo todos los días a la Virgen, pero nuestros ojos se caían de
sueño y simplemente nos reducíamos a recitar mecánicamente las avemarías, que
al final terminábamos diciéndolas dormidos.
Cuantas veces estamos en la celebración de la Eucaristía y seguimos
punto a punto todos sus gestos y sus ritos, pero al final nos preguntamos y qué
nos ha dicho la Palabra de Dios y es que no nos acordamos ni de qué iba el
evangelio. Podemos realizar una celebración milimétricamente perfecta porque
hemos sido fieles hasta en lo más mínimos en todos sus ritos, pero nuestro corazón
estar lejos del Señor. ¿Es eso dar verdadera gloria al Señor? ¿Solo porque el
coro, por ejemplo, haya ejecutado magistralmente unos cantos muy solemnes con
la mejor de las músicas es suficiente para que nuestro corazón esté cantando la
gloria del Señor?
El rito, el canto, los gestos las acciones de la liturgia tienen que
estar en función de ayudarnos a que de verdad nuestro corazón esté en el Señor
y abierto a su Palabra, no solo en la ejecución perfecta por si misma. Puede
parecer un tanto crudo esto que estoy diciendo pero con sinceridad hemos de
reconocer que más de una vez nos ha sucedido así.
Nos llenamos de ritos, de normas, tratamos de medir milimétricamente
lo que tenemos que hacer, pero nos olvidamos del espíritu, nos olvidamos de lo
interior. Aquí quizá habría que pensar y revisar muchas de las reglamentaciones
que todavía tenemos en nuestra Iglesia para mantener una uniformidad exterior,
pero que no llega nunca a esa comunión interior que tendría que haber.
Comenzando por la comunión interior que tendría que haber entre todos los que
nos decimos seguidores de Jesús, comunión interior con Dios en una autentica oración
porque en verdad abramos nuestro corazón a Dios que va más allá de repetir unas
oraciones o unos ritos.
Ya le venían planteando a Jesús aquellos necesarios ritos de purificación
a los que eran tan dados los judíos sobre todo los fariseos que de necesidades
higiénicas pasaron a convertirse en ritos que podrían marcar lo que tendría que
ser la verdadera pureza interior. Muy preocupados andaban los fariseos por si
los discípulos de Jesús se lavaban o no se lavaban las manos antes de comer.
Jesús les recuerda con palabras del profeta que honraban a Dios más con los
labios que con el corazón. ‘El culto que me dan está vació porque la
doctrina que enseñan son preceptos humanos’.
Y Jesús nos habla de la verdadera pureza interior porque del corazón
del hombre nos salen todos nuestros malos deseos. Así nos lo recuerda el
evangelista. ‘Nada que entre de
fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro
al hombre. Porque de dentro del corazón del hombre salen los malos propósitos,
las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias,
fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas
maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro’.
Ya nos recuerda la carta
del apóstol Santiago cual es el verdadero espíritu de la religión. ‘La
religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos
y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo’. Que
haya verdadero amor en nuestro corazón, que en verdad seamos compasivos y
misericordiosos como tantas veces se nos repite en los salmos; que ese corazón
compasivo y misericordioso es lo que nos hace parecernos a Dios, porque ya Jesús
nos lo propone en el sermón del monte como el ideal de perfección para nuestra
vida, compasivos y misericordiosos como nuestro Padre del cielo.
Y eso lo podremos vivir
cuando en nuestro interior de verdad estamos llenos de Dios, entramos en esa sintonía
de amor con Dios; no es la apariencia externa por muy bonita o perfecta que la
presentemos, es ese interior de verdad abierto a Dios dejándose inundar por su Espíritu
de amor lo que manifiesta la gloria de Dios. Es la mejor forma de cantar la
gloria del Señor, porque todo eso que vivimos en nuestro interior se va a
traducir de verdad en el amor que le tengamos a los hermanos y la comunión que
vivamos con todos. Esa es la autentica comunión con Dios.
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