Admirar las maravillas de Dios y dejarnos sorprender y dejarnos cautivar es la respuesta de nuestra fe ante la sorpresa del amor de Dios
1Corintios 3, 18-23; Sal 23; Lucas 5, 1-11
Hay sorpresas que nos da la vida que nos causan un gran impacto y
dejan huella en nosotros de manera que parece que todo cambia a partir de ese
momento. Vivimos normalmente en la rutina de las cosas que hacemos todos los días
y dependiendo de la actitud que nosotros tengamos o pongamos ante lo que
hacemos nos parece que en la vida todo es igual y tenemos incluso el peligro de
dormirnos en esa monotonía. Ya decía depende de la actitud con que nosotros nos
enfrentemos a la vida de cada día, a lo hacemos, para que seamos capaces de
darle una mayor profundidad y sentido, de darle más valor a lo que hacemos.
Sin embargo, como decíamos, hay momentos en que la vida nos da
sorpresas, porque nos sucede algo que no esperábamos o que no entraba en
nuestros planes; cuando todo nos parecía
igual en esa monotonía, y ya de alguna manera teníamos previsto incluso esa
monotonía aparece algo que nos sorprende, que nos llama la atención, que nos
despierta, que nos hace ver las cosas de otra manera.
Claro que es necesario que estemos abiertos también a esa sorpresa y
tener la capacidad de admirarnos ante lo que nos sucede. Incluso aquello que
nos parece igual si tenemos esa sensibilidad en nosotros para dejarnos
sorprender seremos capaces de descubrir eso nuevo que nos dé como una nueva ilusión
o esperanza y hasta descubrir un nuevo matiz de la vida en el que quizás no habíamos
caído en la cuenta. Algunas veces el desaliento en que vivamos nos hace
hundirnos más en esa monotonía que se convierte en rutina que nos oscurece el
alma.
Aquellos que iban a ser sus primeros discípulos eran pescadores en el
lago de Galilea. La rutina de sus vidas cada día era salir al lago a pescar
aunque había ocasiones en que su trabajo se volvía infructuoso; en aquella
mañana estaban recogiendo y arreglando sus redes pensando en otro día de pesca
que tuviera mejores resultados, y por allí apareció aquel nuevo profeta al que
les gustaba también escucharle, porque despertaba nuevas esperanzas en su
corazones. Alrededor en la orilla del lago se había arremolinado una cantidad
grande de gente que quería escucharle y Jesús había aprovechado una de las
barcas para sentado en ellas hablarles a las gentes.
Hasta ahora todo normal y nada extraordinario había en ello. Pero
cuando Jesús terminó de hablar les pide que enfilen de nuevo lago adentro y que
echen las redes para pescar. Ellos en el conocimiento que tenían del lago y lo
que les había sucedido en la noche anterior sabían que ahora por aquella zona
no había posibilidades de pesca. Pero Pedro había sentido algo en su corazón al
escuchar a Jesús y se decide a lanzar la red solamente confiando en la palabra
de Jesús. ‘Por tu nombre, porque tu lo dice, echaré las redes’.
La sorpresa fue grande. Pero su corazón fue capaz de descubrir las
maravillas de Dios. Ante tanta grandeza, ante tanta maravilla, es normal que se
sintieran pequeños, se sintieran pecadores indignos de estar en su presencia.
Es la reacción de Pedro y es la reacción de los otros pescadores, a los que
habrá que llamar también para que les ayuden, pero para que sepan admirar las
maravillas de Dios.
Su vida va a cambiar, va a ser distinta, van a ser lo que siempre
estarán con Jesús, porque Jesús para ellos también tiene una misión. ‘Venid
conmigo y os haré pescadores de hombres’. Y ellos se dejaron cautivar por
aquella maravilla, ellos se dejaron cautivar por Jesús.
Cuantas conclusiones tendríamos que sacar también nosotros para
nuestra vida. Admirar las maravillas de Dios y dejarnos sorprender; admirar las
maravillas de Dios y dejarnos cautivar. Para nosotros también Jesús tiene una
misión.
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