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viernes, 29 de diciembre de 2017

Del anciano Simeón aprendamos a descubrir en las cosas normales y sencillas cómo Dios viene a nosotros para ser nuestra luz y salvación

Del anciano Simeón aprendamos a descubrir en las cosas normales y sencillas cómo Dios viene a nosotros para ser nuestra luz y salvación

1Juan 2,3-11; Sal 95;  Lucas 2,22-35

La mañana en las explanadas del templo de Jerusalén transcurría con toda normalidad. Las gentes acudían a sus rezos, los sacerdotes oficiaban los sacrificios rituales, la ofrenda de los panes de la proposición se había desarrollado como cada día, los escribas y maestros de la ley en cualquier rincón del templo hacían las explicaciones y comentarios a las Escrituras, y por su lado los padres que habían de presentar al Señor sus hijos primogénitos recién nacidos acudían a los sacerdotes de turno.
Aquella pareja humilde que ahora entraba en el templo venida de la cercana Belén pasaría desapercibida para los ojos de tantos, pero un anciano les había prestado atención y a ellos se había dirigido con el corazón rebosante de gozo. El Espíritu del Señor en su corazón le había revelado que había llegado el momento tan esperando y del que él estaba seguro que no moriría sin ver al enviado del Señor. Y ahora había sucedido, había llegado el momento.
‘Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel’. Fue el cántico que brotó de aquel corazón y que congregaría a muchos en aquel momento en torno a aquella humilde pareja. Los devotos del templo, los que esperaban ansiosos la llegada del Mesías se arremolinarían a su alrededor, aunque habrían muchos que seguirían en su quehaceres o en su deambular por aquellas explanadas como cada día hacían ajenos al momento glorioso que se estaba viviendo.
Era una hora de gracia. Era un momento propicio para cantar la gloria del Señor. ‘Que se alcen las antiguas compuertas, podrían cantar con los salmos, va a entrar el Rey de la gloria’.  Sin embargo el momento era íntimo y sencillo aunque estuviera resplandeciente de gloria. El anciano Simeón saltaba de gozo y sus palabras se volvían proféticas; por allí apareció la anciana Ana que todos los días servia al templo para la gloria del Señor en la esperanza del Mesías.
Unas palabras proféticas alabarían el lugar y el papel de María, al tiempo que le anunciaban las espadas que traspasarían su alma. María conocía bien las Escrituras y todo lo que se decía del Siervo de Yahvé y ella un día había dicho sí. Allí estaba, de pie, como estaría de pie un día al pie de la cruz; de pie, como estaría siempre atenta para ponerse en camino – ya lo había hecho un día cuando fue a visitar a su prima Isabel – para descubrir donde había una necesidad, donde había amor que poner. No importaba que las palabras del anciano pudieran parecer duras al hablar de espadas que traspasarían el alma porque a ello lo que le importaba era Dios, la gloria del Señor, lo que le importaba era el amor y de él estaba inundada quien era la que estaba llena de la gracia del Señor.
Aprendamos a estar de pie, como María, siempre con los ojos abiertos, siempre con el corazón dispuesto, siempre dispuesta a caminar, siempre alerta para descubrir la presencia de Dios. Podemos sentarnos cansados de esperar, podemos aburrirnos porque todo nos parece igual, podemos entrar en caminos de rutina porque no descubrimos nada nuevo, podemos entrar en el letargo de los tibios que van dejando enfriar el corazón.
Aprendamos hoy de aquel anciano que supo descubrir la presencia del que venia como luz de las naciones, aunque pareciera que el sol brillaba igual que todos los días. El supo descubrir un brillo especial, él supo descubrir la luz, él supo ir al encuentro del Señor que salía a su paso en aquellos sencillos personajes que llevaban un niño en brazos como otros tantos aquella mañana en el templo de Jerusalén, él supo encontrarse con el Señor porque su corazón estaba abierto a escuchar al Espíritu, a dejarse conducir por el Espíritu.
¿Seremos capaces de descubrir en la vida cómo Dios viene a nosotros, viene a nuestro encuentro? Dejémonos conducir por el Espíritu, estemos atentos a cuanto nos dice Jesús en el evangelio y lo sabremos descubrir en el hermano.

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