Un camino en que aprendemos de Jesús a valorar a dignificar a las personas
contando siempre con los demás y queriendo caminar juntos aprendiendo unos de
otros
Hebreos
12,4-7.11-15; Sal 102; Marcos 6,1-6
‘No desprecian a un profeta
más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa…’ es el refrán que Jesús recuerda y les comenta
a las gentes de Nazaret.
Cuánto nos cuesta muchas veces
valorar a los cercanos a nosotros; admiramos y valoramos lo que nos viene de
fuera, los que son de otro lugar, y no queremos darnos cuenta de lo bueno que
tenemos cerca de nosotros. Tenemos la tentación de comenzar a fijarnos en cosas
circunstanciales más que fijarnos en los verdaderos valores de cada persona,
para reconocerlo, para creer en ellos, para aprender.
Es una fácil tentación que
tenemos en la vida y nos sucede en nuestras relaciones personales, pero sucede
también en nuestros pueblos donde todos nos conocemos, pero que más pronto nos
fijamos en las manchas que en lo que en verdad pueda resplandecer en nuestros
convecinos. Está desde el chauvinismo de creernos los mejores y nadie hace nada
como lo hacemos nosotros, hasta las discriminaciones que nos hacemos unos a
otros porque conocemos la familia, porque conocemos lo que haya podido suceder
anteriormente, porque consideramos incapaces de hacer algo bueno y que merezca
la pena a esas personas que quizá comiencen a destacar por algo.
Hoy el evangelio nos habla de
que Jesús fue a su pueblo, a Nazaret donde se había criado. Hasta allí había
llegado su fama de predicador y taumaturgo, porque las noticias vuelan e
incluso en aquellos tiempos que no tenían los medios de comunicación que hoy
tenemos, las cosas se saben, se comentan, las noticias se llevaban de un lado
para otro. Y Jesús fue a la sinagoga – el evangelista Lucas nos dirá hasta el
texto de Isaías que Jesús proclamó y comentó – y la gente en principio se
admira de lo que Jesús enseñaba.
‘¿De dónde saca todo eso?
¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No
es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y
Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?’ Comienza la admiración por sus palabras, pero continúa
la desconfianza. ‘¿De donde saca todo eso?’ Si es que ellos lo conocían
y conocían a sus parientes; si él se había criado en Nazaret como uno más de
aquel pequeño pueblo; si era el hijo del carpintero, ¿Dónde ha aprendido todas
esas cosas? Lo que nos pasa a nosotros tantas veces con las gentes cercanas a
nosotros.
No tenían fe. Su corazón se
cerraba a la gracia. Nos dice el evangelista que allí Jesús no realizó ningún
milagro. Aunque ellos estaban ansiosos por verle actuar maravillas. Pero los
milagros de Jesús no son un espectáculo circense. Es necesario una fe, como
tantas veces Jesús les decía a aquellos que venían hasta El para que los
curara. Es necesario tener otras actitudes en el corazón, y para eso hay que
cambiar muchas cosas, hay que cambiar profundamente el corazón.
Es el cambio de corazón que
nosotros necesitamos para aceptar a Jesús con nuestra fe, pero para aceptar
también el camino que Jesús nos propone; un camino que nos dignifica, un camino
en que hemos de aprender a tratar con dignidad a todas las personas; un camino
del que hemos de alejar discriminaciones o viejos resentimientos; un camino en
que siempre buscaremos la armonía y la valoración de todas las personas; un
camino en el aprendemos a caminar juntos tendiéndonos la mano, aprendiendo
siempre de los demás, queriendo compartir lo que somos y lo que tenemos; un
camino de verdadero amor.
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