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jueves, 29 de diciembre de 2016

Tendríamos nosotros que decir también ‘mis ojos han visto a tu Salvador, luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel', en la vivencia de una auténtica navidad

Tendríamos nosotros que decir también ‘mis ojos han visto a tu Salvador, luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel', en la vivencia de una auténtica navidad

1Juan 2,3-11; Sal 95; Lucas 2,22-35
‘Mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel…’ Así daba gracias el anciano Simeón. Sus esperanzas se habían visto cumplidas. Lo que el Espíritu del Señor le había inspirado y prometido en su corazón lo tenía ante sus ojos. Allí estaba el futuro liberador de Israel, el Mesías prometido, la luz verdadera que venía a iluminar el mundo, la gloria más grande de su pueblo.
En el niño que presentaban aquellos padres venidos de lejos con la ofrenda de los pobres había contemplado al Salvador. José y María habían acudido a Jerusalén, al templo del Señor, para cumplir todo lo prescrito por la ley.  Jesús era su primogénito y había de ser presentado al Señor con una ofrenda. Todo primogénito mandaba la ley mosaica había de ser consagrado al Señor. Era lo que ahora hacían aquellos padres junto con la preceptiva purificación de la madre.
Pero había en el templo unos ancianos que esperaban con fe la pronta presencia del Mesías del Señor. Personas piadosas, llenas de fe e inundadas por el Espíritu del Señor, Simeón y Ana. Ahora cantaban las alabanzas del Señor, bendecían a Dios y contaban a todos lo que ellos sabían porque en su corazón el Espíritu se los había infundido.
Momentos de gozo, de alegría porque se cumplían las Escrituras, aunque quizá no todos quisieran reconocerlo, como más tarde sucedería con Jesús y su predicación. Era un signo de contradicción, bandera discutida, profetizaría en anciano Simeón. Como profetizaría el dolor de la madre, cuyo corazón sería atravesado por una espada de dolor. Quienes creyeran levantarían su espíritu, encontrarían la salvación.
Es lo que allí en el templo sucedía y se anunciaba. Tendríamos quizá que nosotros meternos en la escena, y no como meros espectadores. ¿No tendríamos que coger también al Niño en nuestros brazos como aquellos ancianos para proclamar llenos de alegría nuestra alabanza al Señor? ¿No tendríamos nosotros que decir también ‘mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel’? ¿Acaso no es lo que hemos estado viviendo en nuestra navidad?
No somos meros espectadores de un misterio que se desarrolla ante nuestros ojos. El Misterio del Emmanuel es algo que se realiza en nosotros, en nuestra vida. No es ‘Dios con nosotros’ que se queda fuera, ajeno quizá a nuestra vida. Confesar nuestra fe en el Emmanuel significa sentir su presencia, vivir su presencia, sentir su vida, llenarnos de su vida.
Que no nos suceda que estemos celebrando la Navidad, pero no haya habido navidad de Dios en nuestra vida. A nosotros como a los pastores se nos anunció el nacimiento del Salvador, pero ¿hemos ido a su encuentro? ¿Hemos dejado que se adueñe de nuestra vida? nuestras alegrías por la navidad ¿se han quedado en lo superficial, se han quedado solo en lo externo? Estamos a tiempo de repasar algunas cosas de las que estamos viviendo para darle el autentico sentido de la navidad. 

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