Tendríamos nosotros que decir también ‘mis ojos han visto a tu Salvador,
luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel', en la vivencia
de una auténtica navidad
1Juan
2,3-11; Sal 95; Lucas 2,22-35
‘Mis ojos han visto a tu
Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a
las naciones y gloria de tu pueblo Israel…’ Así daba gracias el anciano Simeón. Sus esperanzas se habían visto
cumplidas. Lo que el Espíritu del Señor le había inspirado y prometido en su corazón
lo tenía ante sus ojos. Allí estaba el futuro liberador de Israel, el Mesías
prometido, la luz verdadera que venía a iluminar el mundo, la gloria más grande
de su pueblo.
En el niño que presentaban
aquellos padres venidos de lejos con la ofrenda de los pobres había contemplado
al Salvador. José y María habían acudido a Jerusalén, al templo del Señor, para
cumplir todo lo prescrito por la ley. Jesús
era su primogénito y había de ser presentado al Señor con una ofrenda. Todo
primogénito mandaba la ley mosaica había de ser consagrado al Señor. Era lo que
ahora hacían aquellos padres junto con la preceptiva purificación de la madre.
Pero había en el templo unos
ancianos que esperaban con fe la pronta presencia del Mesías del Señor.
Personas piadosas, llenas de fe e inundadas por el Espíritu del Señor, Simeón y
Ana. Ahora cantaban las alabanzas del Señor, bendecían a Dios y contaban a
todos lo que ellos sabían porque en su corazón el Espíritu se los había
infundido.
Momentos de gozo, de alegría
porque se cumplían las Escrituras, aunque quizá no todos quisieran reconocerlo,
como más tarde sucedería con Jesús y su predicación. Era un signo de
contradicción, bandera discutida, profetizaría en anciano Simeón. Como
profetizaría el dolor de la madre, cuyo corazón sería atravesado por una espada
de dolor. Quienes creyeran levantarían su espíritu, encontrarían la salvación.
Es lo que allí en el templo
sucedía y se anunciaba. Tendríamos quizá que nosotros meternos en la escena, y
no como meros espectadores. ¿No tendríamos que coger también al Niño en
nuestros brazos como aquellos ancianos para proclamar llenos de alegría nuestra
alabanza al Señor? ¿No tendríamos nosotros que decir también ‘mis ojos han
visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para
alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel’? ¿Acaso no es lo que
hemos estado viviendo en nuestra navidad?
No somos meros espectadores de
un misterio que se desarrolla ante nuestros ojos. El Misterio del Emmanuel es
algo que se realiza en nosotros, en nuestra vida. No es ‘Dios con nosotros’
que se queda fuera, ajeno quizá a nuestra vida. Confesar nuestra fe en el
Emmanuel significa sentir su presencia, vivir su presencia, sentir su vida,
llenarnos de su vida.
Que no nos suceda que estemos celebrando
la Navidad, pero no haya habido navidad de Dios en nuestra vida. A nosotros
como a los pastores se nos anunció el nacimiento del Salvador, pero ¿hemos ido
a su encuentro? ¿Hemos dejado que se adueñe de nuestra vida? nuestras alegrías
por la navidad ¿se han quedado en lo superficial, se han quedado solo en lo
externo? Estamos a tiempo de repasar algunas cosas de las que estamos viviendo
para darle el autentico sentido de la navidad.
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