Lo que vivimos hay que hacerlo con sentido, con sencillez, llenando de amor y de humildad nuestros gestos, poniendo auténtica disponibilidad en lo que hacemos para acercarnos a los demás
Gálatas 5,1-6; Sal 118; Lucas
11,37-41
Las buenas costumbres nacen en la persona y en la colectividad de esos
hábitos repetitivos que hemos ido adquiriendo desde una educación que hemos
recibido donde se nos ha tratado de enseñar unos buenos principios y unos
valores que serán los que irán marcando nuestra vida. Esas buenas costumbres
tratarán de reflejar esos principios de nuestra vida, esas normas de conducta.
Nunca tendrían que convertirse en actos rutinarios que hiciéramos sin sentido y
sin conexión con esos verdaderos valores de nuestra vida. Cuando convertimos
nuestras costumbres en un absoluto que podría parecer que están por encima de
todo en la vida y nos convertimos en esclavos de las cosas que hemos puesto
como normas que nos tendrían que ayudar, todo perdería su verdadero sentido y
valor.
Es lo que Jesús denunciaba en los fariseos de su tiempo. Los llama
hipócritas por doble cara que manifiestan sus apariencias. Aparentemente buenas
costumbres, muchas normas que reglamentan la vida, pero sus corazones están
llenos de falsedad y de mentira. No hay en ellos unos corazones acogedores y
que nos trasmitan paz.
Hoy contemplamos a Jesús en casa de un fariseo donde lo han invitado a
comer. Y Jesús, como siempre, va rompiendo moldes. Busca lo que realmente es
importante. Allí estaba esa buena costumbre higiénica en si misma de lavarse
las manos antes de comer, pero que habían convertido poco menos que en un rito
religioso. En cuanto podía convertirse en un signo de hospitalidad por parte de
quien recibía a su huésped en su casa estaba bien, pero si lo sacábamos de su
verdadero sentido perdería su valor.
Jesús busca el corazón y quienes unos corazones limpios de maldades y
verdaderamente puros, mientras otros se preocupaban vanamente más de la
limpieza exterior. De ahí la respuesta de Jesús a la reacción que estaban
mostrando ante los gestos de Jesús. ‘Vosotros, los fariseos, limpiáis por
fuera la copa y el plato, mientras por dentro rebosáis de robos y maldades’. Lo que verdaderamente tenéis que ofrecer es lo bueno
que llevéis dentro de vuestro corazón, viene a decirles Jesús.
Preocuparnos solo de la apariencia,
de lo exterior es vanidad. Y la vanidad nos hace falsos, increíbles, porque no
estamos mostrando lo que verdaderamente llevamos en el corazón. Por eso tenemos
que preocuparnos de esa pureza interior quitando esas vanidades, como alejando
de nosotros toda clase orgullo, purificándonos de las malicias que nos hacen
mirar con malos ojos a los que están a nuestro lado.
Sin con vanidad, con falsas
apariencias, con orgullo nos acercamos al otro poco podemos ofrecerle en lo que
se sienta acogido de forma agradable. Ese gesto de ofrecer agua al huésped que
llegaba a tu puerta era un signo de acogida, de apertura no solo de las puertas
de nuestra casa sino verdaderamente de nuestro corazón. Pero si vamos desde
nuestra autosuficiencia, desde la altura de los pedestales de nuestros orgullos
poco acogido podrá sentirse el que llega hasta nosotros. Por eso las cosas hay
que hacerlas con sentido, con sencillez, llenando de amor y de humildad
nuestros gestos, poniendo auténtica disponibilidad en lo que hacemos por
acercarnos a los demás.
El que acoge no espera a que el otro
llegue hasta ti, sino que sabrá adelantarse para llegar pronto a tu encuentro y
si estamos subidos en nuestro pedestal pocos pasos podremos dar para llegar
hasta el otro. Acogida es abajarnos en el amor, es cercanía con nuestra buena
actitud, es ponernos a su lado para hacer que se sienta a gusto, contagiarle de
nuestra felicidad ofreciéndole nuestra sonrisa, y recibir con alegría y
humildad cuanto de bueno pueda ofrecernos el que llega que siempre será para
nosotros como un hermano.
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