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lunes, 22 de febrero de 2016

Nos hacemos a imagen y semejanza de Dios cuando llenamos nuestro corazón de amor, de compasión y de misericordia

Nos hacemos a imagen y semejanza de Dios cuando llenamos nuestro corazón de amor, de compasión y de misericordia

Daniel, 9, 4-10; Sal. 78; Lc. 6, 36-38
Recordamos que en las primeras páginas de la Biblia, en un lenguaje metafórico si queremos llamarlo así y lleno de imágenes, al hablarnos de la creación y en concreto de la creación del hombre dijo Dios: ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza’. Nos habla de la grandeza del ser humano, de su dignidad, de esos dones especiales en nuestra inteligencia y en nuestra capacidad de decidir con que hemos sido adornados.
Podríamos quizá preguntarnos ¿y en qué nos parecemos a Dios? ¿en qué estamos hechos a imagen y semejanza de Dios? Ya lo hemos expresado al hablar de la dignidad del hombre, pero también podemos responder diciendo que nuestra semejanza está en la capacidad del amor. Somos capaces de amar; somos capaces de llenar, y no solo por instinto, nuestro corazón de compasión y de misericordia.
Podríamos decir que es lo que con otras palabras nos viene a decir hoy Jesús en el Evangelio. ‘Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo’. Parezcámonos a Dios con ese amor, con esa ternura, con esa compasión y misericordia con que llenamos nuestro corazón. Es hermoso. Cuando nos encerramos en nosotros mismos con nuestro egoísmo, cuando apartamos de nuestro corazón la capacidad de hacernos solidarios con los demás, cuando miramos solo por nosotros mismos creyéndonos dioses, nos pasa como a Adán en el paraíso, nos escondemos de Dios, nos alejamos de Dios, desterramos a Dios de nuestro corazón.
Vayamos repartiendo amor, generosamente, en abundancia, sin pensar en limites, dispuestos a desprendernos de nosotros mismos, abiertos siempre a la comprensión y al perdón, nunca condenando y siempre disculpando, mirando nuestras propias limitaciones y debilidades antes de juzgar a los demás. Nos cuesta a veces; nos cuesta muchas veces porque el diablillo del orgullo mete su rabo en los resquicios de nuestra mente y quiere alejarnos de esas actitudes positivas; seamos capaces de superar, de vencer esas tentaciones de orgullo y de amor propio que nos aparecen como espejismos que nos atraen para hacernos creer que somos los mejores, que nos lo merecemos todos, que no es necesario ser tan bueno y tantas cosas más con las que nos sentimos tentados.
Leamos y meditemos muchas veces las palabras del evangelio que hoy escuchamos en labios de Jesús. ‘No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante…’ Qué felices seriamos todos si tuviéramos esas buenas actitudes en nuestro corazón en la vida de cada día, en nuestras relaciones con los demás, en nuestra convivencia con los que están cerca y en la relación con todos aquellos con los que nos vamos encontrando en la vida.
No olvidemos que en el amor nos parecemos a Dios, a cuya imagen y semejanza hemos sido creados.

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