Nos hacemos a imagen y semejanza de Dios cuando llenamos nuestro corazón de amor, de compasión y de misericordia
Daniel, 9, 4-10; Sal. 78; Lc. 6, 36-38
Recordamos que en las primeras páginas de la Biblia, en un lenguaje
metafórico si queremos llamarlo así y lleno de imágenes, al hablarnos de la
creación y en concreto de la creación del hombre dijo Dios: ‘Hagamos al
hombre a nuestra imagen y semejanza’. Nos habla de la grandeza del ser
humano, de su dignidad, de esos dones especiales en nuestra inteligencia y en
nuestra capacidad de decidir con que hemos sido adornados.
Podríamos quizá preguntarnos ¿y en qué nos parecemos a Dios? ¿en qué
estamos hechos a imagen y semejanza de Dios? Ya lo hemos expresado al hablar de
la dignidad del hombre, pero también podemos responder diciendo que nuestra
semejanza está en la capacidad del amor. Somos capaces de amar; somos capaces
de llenar, y no solo por instinto, nuestro corazón de compasión y de
misericordia.
Podríamos decir que es lo que con otras palabras nos viene a decir hoy
Jesús en el Evangelio. ‘Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo’.
Parezcámonos a Dios con ese amor, con esa ternura, con esa compasión y
misericordia con que llenamos nuestro corazón. Es hermoso. Cuando nos
encerramos en nosotros mismos con nuestro egoísmo, cuando apartamos de nuestro corazón
la capacidad de hacernos solidarios con los demás, cuando miramos solo por
nosotros mismos creyéndonos dioses, nos pasa como a Adán en el paraíso, nos
escondemos de Dios, nos alejamos de Dios, desterramos a Dios de nuestro
corazón.
Vayamos repartiendo amor, generosamente, en abundancia, sin pensar en
limites, dispuestos a desprendernos de nosotros mismos, abiertos siempre a la
comprensión y al perdón, nunca condenando y siempre disculpando, mirando nuestras
propias limitaciones y debilidades antes de juzgar a los demás. Nos cuesta a
veces; nos cuesta muchas veces porque el diablillo del orgullo mete su rabo en
los resquicios de nuestra mente y quiere alejarnos de esas actitudes positivas;
seamos capaces de superar, de vencer esas tentaciones de orgullo y de amor
propio que nos aparecen como espejismos que nos atraen para hacernos creer que
somos los mejores, que nos lo merecemos todos, que no es necesario ser tan
bueno y tantas cosas más con las que nos sentimos tentados.
Leamos y meditemos muchas veces las palabras del evangelio que hoy
escuchamos en labios de Jesús. ‘No juzguéis y no seréis juzgados; no
condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os
dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante…’ Qué
felices seriamos todos si tuviéramos esas buenas actitudes en nuestro corazón
en la vida de cada día, en nuestras relaciones con los demás, en nuestra
convivencia con los que están cerca y en la relación con todos aquellos con los
que nos vamos encontrando en la vida.
No olvidemos que en el amor nos parecemos a Dios, a cuya imagen y
semejanza hemos sido creados.
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