Nuestra esperanza no es pasividad sino que entraña una actitud de vigilancia y nos hace estar activos en nuestras responsabilidades
1Tesalonicenses
4, 1-8; Sal 96; Mateo 25, 1-13
Hay personas que mientras esperan algo que va a suceder
se llenan de miedos y temores y hasta la angustia envuelve su espíritu.
Personas quizá temerosas en si mismas por un estado de ánimo pesimista en que
piensan que puede ser malo lo que les vaya a suceder, o personas que no tienen
verdadera paz en su alma porque quizá la conciencia les pese por algún motivo.
Pero ese no ha de ser el sentido y el estilo de la auténtica esperanza
cristiana.
Antes que nada porque en quien ponemos nuestra
confianza y nuestra esperanza sabemos que es Alguien que nos ama; porque
tenemos la seguridad de que en ese amor encontraremos también perdón y
salvación para nuestros pecados y alcanzaremos la verdadera paz del Espíritu; y
porque nuestra esperanza, porque la tenemos puesta en el Señor, da optimismo a
nuestra vida, esperando siempre la mejor, y queriendo siempre pensar y ver lo
mejor.
Pero nuestra esperanza no es pasividad sino que entraña
una actitud de vigilancia que nos hace estar activos en nuestras
responsabilidades; es más, sentimos la exigencia de la responsabilidad de la
vida que vivimos y eso nos hará buscar siempre lo bueno, luchar por lo que es
justo y vivir con auténtica sinceridad en nuestra vida. La esperanza no nos
hace desentendernos de nuestras responsabilidades actuales, sino que aviva la
intensidad con que vivimos la vida haciéndola verdaderamente fructífera también
con aires de trascendencia.
Jesús nos habla de la parábola de las doncellas que
esperaban la llegada del novio para la boda; no podían descuidar el tener todo
debidamente preparado para la llegada del novio y pudiera realizarse el
banquete de bodas con toda su luminosidad. Es hermoso el significado de esa luz
de optimismo y alegría con que hemos de vivir la vida de cada día sobre todo
cuando tenemos siempre la certeza de tener al Señor con nosotros.
Por eso nos
habla de las lámparas que habían de permanecer encendidas, pero para lo que era
necesario tener el suficiente aceite que las mantuviera siempre encendidas. No
se podían descuidar, no podían dormirse en la espera, no podía actuar solo
movidas por el miedo y el temor, todo había de ser deseo efectivo de poder
participar en esa fiesta de luz. Nos habla, entonces, de nuestras
responsabilidades, como en esa trascendencia que desde nuestra vida de
creyentes le damos a nuestra vida el aceite que alimenta nuestra vida es la oración
que nos alcanza la gracia del Señor.
Nos hace hacernos preguntas. ¿Vivimos movidos por el
temor o por el amor en nuestra esperanza? ¿Hay una vigilancia activa, una
esperanza viva en lo que hacemos cumpliendo fielmente nuestras
responsabilidades? ¿De verdad nos preocupamos de alimentar nuestra vida, que no
nos falte ese aceite de nuestra oración para alcanzar la gracia del Señor que
nos haga mantener viva nuestra esperanza, desarrollar plenamente nuestras
responsabilidades viviendo todos nuestros valores?
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