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viernes, 28 de agosto de 2015

Nuestra esperanza no es pasividad sino que entraña una actitud de vigilancia y nos hace estar activos en nuestras responsabilidades

Nuestra esperanza no es pasividad sino que entraña una actitud de vigilancia y nos hace estar activos en nuestras responsabilidades

1Tesalonicenses 4, 1-8; Sal 96; Mateo 25, 1-13

Hay personas que mientras esperan algo que va a suceder se llenan de miedos y temores y hasta la angustia envuelve su espíritu. Personas quizá temerosas en si mismas por un estado de ánimo pesimista en que piensan que puede ser malo lo que les vaya a suceder, o personas que no tienen verdadera paz en su alma porque quizá la conciencia les pese por algún motivo. Pero ese no ha de ser el sentido y el estilo de la auténtica esperanza cristiana.
Antes que nada porque en quien ponemos nuestra confianza y nuestra esperanza sabemos que es Alguien que nos ama; porque tenemos la seguridad de que en ese amor encontraremos también perdón y salvación para nuestros pecados y alcanzaremos la verdadera paz del Espíritu; y porque nuestra esperanza, porque la tenemos puesta en el Señor, da optimismo a nuestra vida, esperando siempre la mejor, y queriendo siempre pensar y ver lo mejor.
Pero nuestra esperanza no es pasividad sino que entraña una actitud de vigilancia que nos hace estar activos en nuestras responsabilidades; es más, sentimos la exigencia de la responsabilidad de la vida que vivimos y eso nos hará buscar siempre lo bueno, luchar por lo que es justo y vivir con auténtica sinceridad en nuestra vida. La esperanza no nos hace desentendernos de nuestras responsabilidades actuales, sino que aviva la intensidad con que vivimos la vida haciéndola verdaderamente fructífera también con aires de trascendencia.
Jesús nos habla de la parábola de las doncellas que esperaban la llegada del novio para la boda; no podían descuidar el tener todo debidamente preparado para la llegada del novio y pudiera realizarse el banquete de bodas con toda su luminosidad. Es hermoso el significado de esa luz de optimismo y alegría con que hemos de vivir la vida de cada día sobre todo cuando tenemos siempre la certeza de tener al Señor con nosotros.
 Por eso nos habla de las lámparas que habían de permanecer encendidas, pero para lo que era necesario tener el suficiente aceite que las mantuviera siempre encendidas. No se podían descuidar, no podían dormirse en la espera, no podía actuar solo movidas por el miedo y el temor, todo había de ser deseo efectivo de poder participar en esa fiesta de luz. Nos habla, entonces, de nuestras responsabilidades, como en esa trascendencia que desde nuestra vida de creyentes le damos a nuestra vida el aceite que alimenta nuestra vida es la oración que nos alcanza la gracia del Señor.
Nos hace hacernos preguntas. ¿Vivimos movidos por el temor o por el amor en nuestra esperanza? ¿Hay una vigilancia activa, una esperanza viva en lo que hacemos cumpliendo fielmente nuestras responsabilidades? ¿De verdad nos preocupamos de alimentar nuestra vida, que no nos falte ese aceite de nuestra oración para alcanzar la gracia del Señor que nos haga mantener viva nuestra esperanza, desarrollar plenamente nuestras responsabilidades viviendo todos nuestros valores?

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