El corazón del hombre siempre tiene ansias de plenitud, de perfección, de belleza, de verdad, de bien, de vida que solo alcanzaremos en Jesús
Hechos, 5,27-33; Sal
33; Juan
3, 31-36
‘El que cree en el
Hijo posee la vida eterna’.
Todo es una invitación a creer en Jesús, a poner toda nuestra fe en El.
El corazón del hombre siempre tiene ansias de plenitud,
de perfección, de belleza, de verdad, de bien, de vida. Pues toda esa plenitud
al tenemos en Jesús. En El hemos de poner toda nuestra fe. El nos alcanzará la
vida en plenitud, la vida eterna. ‘El que
cree en el Hijo posee la vida eterna’, que nos ha dicho hoy el evangelista.
Por eso todo nuestro deseo ha de ser querer conocer a
Jesús, encontrarnos con Jesús para llenarnos de su vida. Como aquellos que nos cuenta
el evangelio que un día vinieron hasta los apóstoles para decirles que querían
conocer a Jesús. Pero conocerlo no es mirarlo de lejos, como si fuéramos unos
espectadores que nos contentamos con verlo pasar. Tenemos que abrirle las
puertas de nuestra casa, de nuestro corazón, dejar que Jesús entre en nosotros
para que se haga vida en nosotros, para que nos llene de su vida. Zaqueo estaba
queriendo contemplar a Jesús que pasaba desde lo alto de la higuera, pero Jesús
viene a decirle que eso no es suficiente; que está bien esa primera curiosidad,
pero es necesario algo más. Por eso Jesús le está diciendo que lo reciba en su
casa. Y su vida cambió.
Como tiene que cambiar nuestra vida cuando de verdad
nos encontramos con Jesús. Ya no podemos callar lo que hemos visto y oído, lo
que hemos experimentado. Como les decían los apóstoles a aquellos que querían
prohibirles hablar de Jesús. No podían callar. Allá en su conciencia estaban
sintiendo la voz de Dios que les enviaba a ser testigos y esa voz de Dios no la
podían desoír, ese mandato del Señor no lo podían desobedecer.
‘Nosotros somos
testigos’ dicen los
apóstoles ante el Sanedrín. El Espíritu de Jesús esta en nosotros, tenemos que
proclamar, tenemos que anunciar el nombre de Jesús como nuestro único Salvador.
‘El Dios de nuestros padres resucitó a
Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. La diestra de Dios
lo exaltó, haciéndolo jefe y salvador, para otorgarle a Israel la conversión
con el perdón de los pecados’.
Es lo que los apóstoles anuncian, es lo que nosotros
tenemos también que anunciar. Es algo que vivimos y tiene que reflejarse en
nuestra vida, en nuestras palabras, en todo lo que vayamos haciendo, porque la
fe un adorno cualquiera; la fe es lo que más profundamente da sentido a nuestra
vida. Por la fe en Jesús alcanzamos la vida eterna, como recordábamos al
principio.
El mundo que nos rodea necesita esos testigos que le
llenen de vida y de esperanza. Hay muchas negruras en el corazón del hombre que
solo en Cristo podrán desaparecer. Nos podemos quedar tranquilos con la luz
solo para nosotros, sino que con esa luz de Cristo tenemos que iluminar a los
demás, llenar de luz nuestro mundo. Podemos hacer un mundo mejor; Cristo está
con nosotros para que eso sea posible.
¿Cómo hacerlo? Cada uno mire allí donde está, donde
vive, de la gente de la que está rodeado y viendo las sombras trate siempre de
poner luz con su fe, con su amor, con su esperanza. Aunque parezca que no, al
final el mundo nos lo va a agradecer. De todas maneras tenemos la certeza de la
recompensa eterna, de la vida eterna para quienes creemos en Jesús.
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