Tengamos fe para reconocer las maravillas que hace el Señor con nosotros y cómo continuamente nos ofrece su paz y su perdón
Is. 40, 25-31; Sal. 102; Mt. 11, 28-30
‘¿Por qué andas diciendo, Israel: «Mi suerte está oculta al Señor, mi
Dios ignora mi causa»? ¿Acaso no lo sabes, es que no lo has oído?’ Así le
reprocha el profeta la falta de confianza en el Señor, en su amor y en su
providencia. El Señor
que creó todas las cosas y las mantiene con vida, el Dios creador de los
confines de la tierra, que no se cansa ni se fatiga, tampoco se olvida de su
pueblo ni de ninguna de sus criaturas.
No nos puede faltar nunca la confianza en el Señor.
También nosotros tenemos la misma tentación cuando nos parece que el Señor no nos escucha o no
nos atiende en aquello que le pedimos que a nosotros nos parece tan urgente.
Pero grande es la sabiduría del Señor y grande es la paciencia también que
tiene con nosotros.
¿En quien mejor podemos poner nosotros toda nuestra
confianza, vaciar todas las penas y amarguras que llevamos en el corazón, o
confiarle lo que son todos nuestros deseos y aspiraciones? El nos da muchos
motivos para que confiemos en El. El es nuestra fuerza, nuestra vida, nuestra
paz en cada momento, sea cual sea la situación en la que nosotros estemos. No
se olvida nunca de nosotros; más bien somos nosotros los que con mucha
facilidad nos olvidamos de Dios y queremos llevar la vida a nuestro aire.
En este camino de Adviento que vamos haciendo es bueno
que recordemos todas estas cosas y renovemos una vez más nuestra fe y nuestra
confianza en el Señor. Y para ello comencemos por recordar cuánto recibimos del
Señor. Como hemos dicho en el salmo ‘bendice,
alma mía al Señor, y no olvides sus beneficios’. Serían tantas cosas las
que tendríamos que recordar si abriéramos bien los ojos de la fe para ser
conscientes de su presencia permanente junto a nosotros.
¿En quien mejor encontramos la paz para nuestro
corazón? Sabemos que ‘El perdona todas
tus culpas y cura todas tus enfermedades; El rescata tu vida de la fosa y te
colma de gracia y de ternura’. Es el Señor que nos perdona, ‘el Señor compasivo y misericordioso… el
Señor que no nos trata como merecen nuestros pecados’. ¿Qué sería de
nosotros si tuviéramos que pagar en todo por nuestros pecados? Pero grande es
la misericordia del Señor.
Pensemos bien cuantas veces nos hemos visto hundidos en
la vida, porque las cosas no nos salían bien, o porque habíamos metido la pata
hasta el fondo, como suele decirse, y habíamos hecho lo que no teníamos que
hacer, porque quizá nos vimos solos y nos parecía abandonados en nuestras
luchas, en nuestros problemas, en esas situaciones difíciles por las que todos
alguna vez en la vida hemos pasado; pero allí estaba la gracia del Señor que
nos tendía su mano amiga a través quizá de una persona que llegaba a nuestro
lado, o porque sentimos un impulso en nuestro corazón que nos daba fuerza para
luchar; de muchas maneras se nos hace presente el Señor en nuestra vida; basta
que tengamos ojos de fe para descubrir su presencia.
Y sentimos su amor,
su perdón, su paz; y nos sentimos con fuerza para seguir adelante en
nuestra lucha, y no nos sentimos solos. ¿Pensamos que todo eso se debió solo a
nuestra fuerza de voluntad? No seamos orgullosos, seamos humildes y
reconozcamos la mano del Señor.
Hoy nos ha dicho Jesús en el Evangelio ‘venid a mi los que estáis cansados y
agobiados, y yo os aliviaré… y encontraréis vuestro descanso’. Qué gozo y
qué consuelo saber que así podemos acudir al Señor que nos va a manifestar su
amor y su ternura de esa manera. Pongamos humildad en nuestro corazón, para
tratar de parecernos a El y nos encontraremos de verdad con el Señor, con su
descanso y con su paz. ‘Venid y aprended
de mi, que soy manso y humilde de corazón’, nos dice. Qué gozo y qué paz
nos da nuestra fe en el Señor.
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