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martes, 21 de octubre de 2014

Atentos y vigilantes al Señor que llega a nuestra vida para que amando de verdad seamos capaces de reconocerle

Atentos y vigilantes al Señor que llega a nuestra vida para que amando de verdad seamos capaces de reconocerle

Ef. 2, 12-22; Sal. 84; Lc. 12, 35-38
El centinela tiene que estar vigilante en su atalaya pendiente de lo que pueda pasar; el controlador aéreo tiene que estar atento en la torre de control para vigilar y ordenar el tráfico de los aviones; el que tiene una responsabilidad tiene que prestar atención a lo que hace para desempeñar su cargo con toda fidelidad; el capitán del barco tiene que prestar atención a todo lo que sucede en su embarcación para que funcione adecuadamente además de vigilar lo que se pueda encontrar en medio de las aguas para llevar sin incidencias a los pasajeros o las mercancías a puerto; y el cristiano ¿qué tiene que hacer? ¿simplemente se ha de dejar llevar a lo que salga o tendrá que hacer algo más?
Hoy Jesús nos da la respuesta en el evangelio; nos habla de la vigilancia en la que hemos de estar. Y Jesús nos pone el ejemplo del sirviente que atiende la puerta de la casa y ha de estar atento y vigilante ‘para cuando regrese el amo de la boda para abrirle, apenas venga y llame’. Pero además Jesús nos asegura una recompensa por esa vigilancia, porque va a ser reconocido por su amo, que será el que lo siente a la mesa y le sirva.
¿A qué se refiere esa vigilancia de la que nos habla Jesús y que hemos de tener? En varias ocasiones nos hablará de ello Jesús. Hoy con san Lucas nos habla de la vuelta del amo que viene de la boda, y con san Mateo nos hablará en la parábola de las vírgenes prudentes y las vírgenes necias, del esposo que viene a la boda y al que hay que alumbrar el camino con las lámparas encendidas y luego acompañarle también con esas luces a la sala del banquete que así se verá debidamente iluminada.
Es el Señor que viene. Cada día llega a nosotros en la misma vida que vivimos que es un regalo del Señor; pero cada día, por ejemplo, nosotros que venimos a la celebración viene a nosotros en su Palabra, con su Palabra además de querer alimentarnos con su vida misma en la Eucaristía en la que podemos comerle. ¿Estaremos atentos a esa llegada del Señor para escucharle y para llenarnos de su vida? ¿Prestamos atención de verdad a su Palabra? Porque estar podemos estar, pero quizá entretenidos en nuestras cosas o en nuestros pensamientos y la Palabra aunque en sus sonidos penetre en nuestros oídos sin embargo no llegue a nuestro corazón porque no la estamos atendiendo y entendiendo.
El Señor viene y nos sale al encuentro en los demás; hemos de estar atentos a esa presencia del Señor, porque la acogida llena de amor y humildad que nosotros hagamos a los demás es la acogida que le estamos haciendo al Señor. Pero podemos estar distraídos, no atentos, porque quizá nos fijamos más en los defectos o debilidades de los demás, que en esa atención de amor que hemos de prestarles sabiendo que cuanto hagamos al hermano es como si se lo hiciéramos al Señor. Recordemos aquello del juicio final,  ‘porque tuve hambre, estaba desnudo o desamparado y tu me diste de comer, me vestiste o me ayudaste’.
Viene el Señor que es nuestra paz, como escuchábamos en la carta a los Efesios de san Pablo; viene el Señor y quiere derribar los muros que nos separan con nuestros odios o con nuestros rencores, con nuestros orgullos o con nuestros celos y envidias. Viene el Señor a traer la paz, a los de lejos y a los de cerca, pero quizá no estamos atentos y nuestros muros siguen levantados separándonos y aislándonos; quizá no estamos atentos y seguimos poniendo obstáculos a esa paz y a esa convivencia porque seguimos con nuestras maldades o nuestras desconfianzas en nuestro interior, con nuestras violencias y con nuestro desamor.
Es necesario estar vigilantes, como todos aquellos que como ejemplo poníamos al principio, porque quizá venimos a nuestra celebración y escuchamos su Palabra pero luego cuando salimos de aquí seguimos con nuestras mismas cosas, con nuestros mismos enfrentamientos. Si seguimos así, ¿en verdad nos habremos encontrado con el Señor? ¿Cómo es que comulgamos a Cristo sacramentalmente pero luego no comulgamos con el hermano porque en él no ponemos amor? ¿No será un contrasentido?

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