Porque nos sentimos amados de Dios no podemos perder la alegría de la fe que además hemos de compartir con los demás
Is. 45, 1.4-6; Sal. 95; 1Tes. 1, 1-5; Mt. 22, 15-21
Quizá podríamos comenzar nuestra reflexión en torno a
la Palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado con el lema de esta Jornada del
Domund que estamos celebrando: ‘Renace
la alegría’. Es una invitación, como lo es esta jornada
misionera, a compartir la alegría del evangelio, la alegría de nuestra fe con
todos.
No podemos perder esa alegría porque eso podría
significar que se está debilitando nuestra fe. ¿De dónde arranca esa alegría?
¿Es que puede haber algo más hermoso y que pueda hacer nacer mejor alegría en
nuestro corazón que sentirnos hijos de Dios, sentirnos amados de Dios? De ahí tenemos
que partir. Ese es el gran anuncio del Evangelio; esa es la gran Buena Noticia
de nuestra vida que tiene que llenarnos de la alegría más grande que nadie nos
puede quitar y que nos obligará a anunciarla a los demás.
Nos lo recuerda la Palabra de Dios que hoy se nos ha
proclamado en las distintas lecturas. San Pablo, por ejemplo, habla de la fe,
del entusiasmo de la fe que viven los tesalonicenses a los que dirige su carta;
una fe que se manifiesta en el amor que se tienen y en la esperanza que los mantiene
firmes a pesar de las dificultades o problemas que pueden ir apareciendo en la
vida. Se sienten amados y elegidos de Dios y eso hace que su vida sea distinta.
Pero ya en la primera lectura se nos hace una
proclamación muy clara de lo que es nuestra fe. Como verdaderos creyentes
reconocemos un solo Dios y Señor de nuestra vida y como venido de su mano y de
su amor cuanto nos sucede. Son manifestaciones de ese amor de Dios que
reconocemos con nuestra fe. El profeta está haciendo una lectura de su historia,
de la historia del pueblo de Israel. El texto del profeta Isaías que escuchamos
es un texto de después del exilio de Babilonia. Y están viendo en la actuación
de Ciro que ha dado la libertad a su pueblo un actuar de Dios.
Ciro es un rey pagano que no conoce a Dios y sin
embargo se le llama el Ungido; es el elegido y llamado por Dios, aunque no lo
conozca, para dar la libertad al pueblo de Dios. ‘Te llamé por tu nombre, aunque no me conocías. Yo soy el Señor y no
hay otro; fuera de mí no hay otro Dios. Te pongo la insignia, aunque no me
conozcas, para que sepan que no hay otro Dios fuera de mí. Yo soy el Señor y no
hay otro’.
Ahí tenemos una proclamación de fe en el Señor en quien
tenemos que reconocer como nuestro único Dios. Es el Dios que nos ha elegido y
nos ha amado con amor eterno, desde toda la eternidad, a pesar de que en
nuestra indignidad muchas veces no lo conozcamos o no lo reconozcamos. En ese
amor eterno de Dios nos ha enviado a Jesús, su Hijo, para manifestarnos ese
amor, para obtener para nosotros la redención y el perdón de nuestros pecados,
para regalarnos su Espíritu de amor que nos hace hijos, nos convierte en hijos
amados de Dios. Pero podríamos decir que el texto viene a ser una invitación
para que lo reconozcamos, reconozcamos su amor y así se llene de alegría
nuestro corazón.
El evangelio
también viene a ser en el fondo una invitación a reafirmar nuestra fe. Vienen
hasta Jesús a ponerlo a prueba, a comprometerlo con una pregunta. Por allí
andan los fariseos que se valen de unos herodianos, que no eran partidarios de
pagar los tributos al dominador romano. Vienen con preguntas donde no se están
manifestando con toda sinceridad, porque aunque alaban la veracidad de Jesús - ‘sabemos que eres sincero y que enseñas el
camino de Dios conforme a la verdad, sin que te importe nadie ni te fijes en la
apariencias’, bonitas palabras que ocultan la trampa que quieren tender - le
preguntan si es o no lícito pagar el impuesto del César.
Si ellos vienen con sagacidad Jesús conoce mejor que
nadie los corazones de los hombres y saben que quieren tenderle un trampa; de
ahí la respuesta de Jesús utilizando la efigie reflejada en la moneda. ¿Es la
imagen del César? Luego aquella moneda pertenecerá al César. Por eso les
responde: ‘Pues pagadle al Cesar lo que
es del Cesar y a Dios lo que es de Dios’.
Por encima de las trampas que quieren tenderle Jesús
nos está diciendo en qué lugar tenemos que poner a Dios en nuestra vida. El es
nuestro único Señor y siempre ha de estar por encima de todo y en el centro de
todo. Cuando le preguntaban una y otra vez también con las mismas torcidas
intenciones cuál era el mandamiento principal, Jesús siempre les responderá con
el texto del Deuteronomio ‘el Señor, tu
Dios, es el único Señor; a El amará con todo tu ser, con toda tu mente, con
todo corazón’; como decimos en los mandamientos ‘amarás a Dios sobre todas
las cosas’.
Brevemente recordar aquí que en el fondo, como
consecuencia, nos estará diciendo Jesús que nuestras obligaciones y nuestro
compromiso con el mundo en que vivimos, con la sociedad en la que hacemos
nuestra vida no lo podemos descuidar, sino todo lo contrario también desde
nuestra fe hemos de sentir ese compromiso por contribuir a hacer que nuestro
mundo sea mejor; un compromiso que está en la colaboración que también con los
impuestos realizamos, pero que además tendríamos que ver hasta donde más
tendría que llegar ese compromiso para con nuestra participación activa
trabajar en bien de nuestra sociedad. No nos podemos desentender así porque si
del mundo en que vivimos. También desde nuestra fe nos tenemos que sentir
obligados y comprometidos a participar. Por ahí tendríamos que traducir también
lo de ‘dad al Cesar lo que es del Cesar’.
Pero conectemos con el pensamiento con que iniciamos
nuestra reflexión, la alegría de nuestra fe. Es la alegría llena de esperanza
con que hemos de vivir todo esto que venimos reflexionando, porque no se nos
puede quedar en una teoría, por así decirlo, que tengamos en la cabeza. Este
pensamiento del amor de Dios tiene que llegarnos al corazón. ‘La
alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se
encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado,
de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre
nace y renace la alegría’, nos decía el Papa en la encíclica del
gozo del evangelio y nos vuelve a recordar ahora en el mensaje para esta
Jornada del Domund.
Tenemos que hacer renacer esa alegría en nosotros si se
ha mermado o acaso la hemos perdido. No tiene sentido un cristiano que no viva
con alegría; la fe que lleva en su corazón y que impregna toda su vida le tiene
que hacer explosionar de alegría, que tiene que manifestarse de muchas maneras
en su vida. Primero ya no caben esas caras de circunstancias donde vamos por la
vida con rostros serios y adustos. Esa fe que llevamos en el corazón nos da
paz, y esa paz se tiene que expresar en nuestros rostros, en nuestra sonrisa,
en ese entusiasmo con que vivimos nuestra fe y toda nuestra vida. No cabe que
sea de otra manera.
Este año se nos ha propuesto como lema para esta
jornada misionera del Domund, porque es esa alegría de la fe la que queremos
llevar a los demás, la que queremos compartir con todos, la que queremos
anunciar a los que no tienen fe, la que se ha de convertir en evangelio, en
Buena Nueva de salvación que trasmitamos a los demás. Como nos dice el Papa
Francisco, ‘¡No nos dejemos robar la
alegría evangelizadora!’
Así nos decía en su mensaje: ‘El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora
oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón
cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la
conciencia aislada (Exhort. Ap. Evangelii gaudium, 2). Por lo tanto, la
humanidad tiene una gran necesidad de alcanzar la salvación que nos ha traído
Cristo. Los discípulos son aquellos que se dejan aferrar cada vez más por
el amor de Jesús y marcar por el fuego de la pasión por el Reino de Dios, para
ser portadores de la alegría del Evangelio. Todos los discípulos del
Señor están llamados a cultivar la alegría de la
evangelización’.
No lo olvidemos, somos misioneros, tenemos que ser
misioneros de la alegría de nuestra fe. Pensamos en lugares lejanos, el tercer
mundo, pero pensamos también esos lugares cercanos a nosotros donde se ha
perdido la alegría de la fe. El mundo nos necesita, necesita el mensaje del
Evangelio. Y no olvidemos que hemos de empezar por los que están a nuestro lado
para compartir con ellos también esa alegría que llevamos en el corazón.
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