Señor, yo quiero ser amado como el barro en manos del alfarero
Jer. 18,1-6; Sal.145; Mt. 13, 47-53
Era familiar la imagen de los pescadores, sentados a la
orilla del lago de Tiberíades después de las faenas de la pesca con las redes
repletas de pescados de todas clases que luego tendrían que seleccionar. Jesús
aprovecha la imagen para indicarnos como todos estamos llamados, todos somos
invitados a participar en su Reino, pero hemos de dar respuesta; pero no
siempre nuestra respuesta es buena. Más que para que nos tomemos estas palabras
para llenarnos de temor son una invitación al amor, al amor de nuestra
respuesta, al amor con que hemos de responder en nuestra vida al amor que nos
está manifestando el Señor.
Jesús les pregunta ‘¿entendéis todo esto?’; los discípulos entusiasmados
por lo que Jesús les va diciendo, por el camino que se abre ante sus vidas con
la llegada del anuncio del evangelio dan una respuesta positiva. Bien sabemos
que no siempre entienden, que hay momentos en los que les cuesta entender;
ahora con las parábolas que les ha ido proponiendo Jesús, les parece que
entienden mejor y de ahí la respuesta positiva que están dando a la pregunta de
Jesús.
¿Nos hará también a nosotros esa misma pregunta?
¿entendéis todo esto? Claro que nos damos cuenta que este entender no se trata
solo de un pensamiento racional, con la cabeza por así decirlo. La pregunta que
el Señor nos estaría diciendo podría ser ¿seréis capaz de vivir todo esto?
¿seremos capaces de llevar a la vida todo este mensaje plantando de verdad en
la tierra de vuestra vida la Palabra para dar fruto?
Nos puede, nos tiene que ayudar también a nuestra
reflexión el mensaje que le hemos escuchado al profeta. Es también como una
parábola, cuya imagen hemos tomado en la liturgia para nuestros cantos al
Señor. Es la imagen del barro amasado en las manos del alfarero para hacer una
vasija nueva en el gusto y en el estilo del Señor.
Nos podría hacer pensar mucho. Somos nosotros la
hechura de Dios, aunque algunas veces nos queremos nosotros hacer a Dios a
nuestra imagen y semejanza. Es precisamente el camino por donde van los que no
creen o no quieren creer en Dios, pues dicen que Dios es ‘algo’ que nosotros los hombres nos hemos imaginado a nuestra
manera para satisfacer deseos nuestros o darle respuesta a lo que por nosotros
mismos no sabemos dar respuesta.
Es cierto que si observamos toda la mitología de los
pueblos antiguos, y si queremos pensar también en los ídolos o falsos dioses
que nos creamos los hombres de todos los tiempos, esa podría ser la imagen que
se diera. Se crean muchos dioses que vienen como a justificar las pasiones y
hasta los desordenes que los hombres nos creamos en nuestra vida, y lo mismo
que hay el dios del amor lo hay de la guerra, el dios del viento y de la
tempestad como el dios del sol o del mar, por citar algunos.
El misterio de Dios es algo mucho más profundo y más
hermoso, porque no somos nosotros los que nos creamos los dioses sino que es
Dios el que se nos revela y nos da a conocer el misterio de su ser; no creamos
nosotros a Dios, sino que Dios es nuestro Creador y nosotros somos sus
criaturas. Dios no es un ser extraño al hombre que alojamos allá en la
inmensidad del firmamento, sino que es Dios de amor que se nos hará presente en
nuestra vida y en nuestro corazón, en nuestra historia y allí donde nosotros
estamos y vivimos para traernos su salvación y llenarnos de su gracia.
Ahí tenemos, entonces, esa hermosa imagen que nos
ofrece el profeta cuando nos dice que nosotros somos ese barro en las manos del
alfarero, como luego cantamos también en nuestros cantos litúrgicos, para
dejarnos moldear por las manos de Dios en el infinito amor que Dios le tiene al
hombre.
‘Como está el barro en
las manos del alfarero, así estáis vosotros en mi mano, casa de Israel’, termina diciéndonos el Señor por
medio del profeta. Barro queremos ser en las manos del Señor para dejarnos
hacer y transformar por su gracia. No significa eso que Dios nos quite la
libertad o nosotros renunciemos a ella, sino que queremos así ponernos en las
manos de Dios; cuando nos dejamos guiar
por el Señor, moldear por sus manos y por su gracia, podremos en verdad
transformar nuestra vida para quitar de ella toda maldad. Cristo ha venido a
dar su vida por nosotros para arrancarnos del pecado, pero somos nosotros, como
decíamos antes, los que tenemos que dar respuesta a esa oferta de gracia que
nos hace el Señor.
Señor, yo quiero ser
amado como el barro en manos del alfarero; toma mi vida, hazla de nuevo, yo
quiero ser un vaso nuevo.
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