Que Dios nos dé sabiduría para que al encontrarnos con el tesoro del evangelio lo vendamos todo por alcanzar el Reino de Dios
1Reyes, 3, 5. 7-12; Sal. 118; Rm. 8,28-30; Mt. 13, 44-52
Seguimos escuchando parábolas de Jesús. Es importante
el mensaje que Jesús nos va dejando con sus parábolas. Nos van ayudando a
comprender bien el verdadero sentido del Reino que nos anuncia y qué es lo que
verdaderamente tenemos que buscar, qué es lo importante porque sería lo que nos
daría verdadera plenitud humana, cuáles han de ser los verdaderos intereses de
nuestra vida por los que en verdad merece la pena luchar, cueste lo que nos
cueste, si en verdad queremos vivir el Reino de Dios.
Os confieso que reflexionando con toda sinceridad en lo
que hoy hemos escuchado y con lo que hemos orado tendríamos que preguntarnos si
oramos con sinceridad o solamente repetimos unas palabras, si escuchamos con
corazón bien abierto o simplemente nos contentamos con oír unas palabras de
unas lecturas que toca hacer, y todo se queda ahí.
Salomón tiene la oportunidad de pedirle a Dios lo que
sea. ‘Pídeme lo que quieras’, le dice
el Señor. ¿Y qué pide Salomón? ¿riquezas? Pide sabiduría para poder gobernar
rectamente a su pueblo. ‘Da a tu siervo
un corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el mal del bien…
discernimiento para escuchar y gobernar’. Y el Señor le dará ‘un corazón sabio e inteligente’, nos
dice el texto sagrado.
Y nosotros hemos orado a continuación con el salmo
expresando cómo estimamos más ‘los
preceptos salidos de la boca de Dios, que miles de monedas de oro y plata… yo
amo tus mandatos más que el oro purísimo’. ¿Hemos orado estas cosas y
nosotros al mismo tiempo pidiendo sacarnos la lotería o el cupón de la Once, y
cuanto mejor el extraordinario, porque así lo tendríamos todo resuelto? Podéis
pensar que estoy reflexionando con mucha radicalidad, pero es que me quiero
preguntar si en verdad somos sinceros en nuestro corazón, y hay de verdad
convergencia entre lo que expresamos, por ejemplo, en la oración litúrgica, y
lo que son de verdad nuestros intereses y deseos. Me lo pregunto yo a mi mismo,
el primero.
En este sentido de querer enfrentarnos con sinceridad a
lo que nos dice el Señor en su Palabra tendríamos que referirnos a lo que se
nos manifiesta con las parábolas de hoy y las interpretaciones que nos podemos
hacer. Claro, como se habla de tesoros escondidos o de perlas preciosas de gran
valor, podemos quedarnos en lo que llamaríamos la anécdota de encontrar
riquezas sin fijarnos de verdad en lo que quiere decirnos el Señor.
Habla, es cierto, de un tesoro escondido que alguien
encuentra, por el que será capaz de vender todo lo que tiene para adquirir
aquel campo y poder quedarse con el tesoro; y nos habla en el mismo sentido de
la perla fina y preciosa de gran valor, que para poderla obtener será capaz de
vender todo lo que tiene. Pero, ¿qué nos quiere decir? ¿se trata de hacer
negocios para obtener riquezas o ganancias extraordinarias o qué nos querrá
decir? ¿qué significa ese tesoro o esa perla preciosa? ¿cuál es ese tesoro del
que nos está hablando Jesús?
Creo que todos nos damos cuenta fácilmente, si nos
paramos a pensar un poco, que no nos está hablando aquí Jesús de cosas
materiales. En principio fijémonos que al enunciar la parábola nos dice ‘el Reino de los cielos se parece…’ y
así nos dice en las tres parábolas. O sea que Jesús al hablarnos del Reino de
los cielos, del que ya desde el principio nos había dicho que habíamos de
convertirnos para creer en él, nos está diciendo todo lo que ha de significar
en nuestra vida el llegar a comprender lo que es el Reino de Dios para vivir en
ese Reino. Habría que venderlo todo.
Vivir ese Reino de Dios que Jesús nos anuncia y para lo
que El ha venido a traernos la salvación nos está exigiendo una transformación
total de nuestra vida, de manera que aquellas cosas que hasta ahora
considerábamos importantes porque por nosotros mismos nos parecía que debían
ser así, o porque simplemente es el estilo del mundo, el estilo de cuantos
están a nuestro alrededor, habríamos de dejarlas radicalmente atrás para
comenzar a vivir eso nuevo que Jesús nos está ofreciendo. Vender todo,
desprenderse de todo, para poder alcanzar eso nuevo que hemos encontrado, eso
nuevo que se nos ofrece en el Evangelio de Jesús.
Esto no es fácil de hacer ni de vivir, es cierto.
Primero que nada porque hay que descubrirlo.
Es Evangelio es algo nuevo y distinto que tenemos que descubrir. Nos
hemos acostumbrado al evangelio y al final lo hemos devaluado; ya no le damos
importancia; ya nos da vivirlo de la forma que sea, pero a mi que no me toquen
mis costumbres, mi manera de hacer las cosas. Eso significará que aun no lo
hemos descubierto de verdad; no nos hemos dejado conducir por el Espíritu del
Señor, no ha impactado de verdad en nosotros, porque siempre queremos
permanecer con nuestros criterios, con nuestras maneras de hacer o de pensar de
siempre.
Algunos incluso se quejarán, porque nos están cambiando
las cosas, nos dicen. Pero es que hemos entrado en una rutina muy peligrosa
porque entrar en rutina es como poner una coraza a nuestro alrededor que nos
impedirá escuchar de verdad en el corazón, y entonces la palabra del Señor nos
resbala por fuera. En los domingos pasados se nos hablaba de la tierra reseca o
endurecida, o la llena de abrojos o de piedras, que haría que no termináramos
de dar fruto; pues seguimos con tantos abrojos, malas hierbas, o callos en el
corazón.
Si en verdad nos dejáramos impresionar por la Palabra
de Jesús, por el Evangelio, ¿sería posible que siguiéramos con nuestros
egoísmos y cerrazones, con nuestra insolidaridad o violencia, con nuestros
odios o con nuestros orgullos, con nuestras falsedades e hipocresías, con
nuestras ambiciones de todo tipo o con nuestra avaricia, por mencionar algunas
cosas que desgraciadamente seguimos viendo tan palpables en tantos que nos
llamamos cristianos y hasta venimos a misa, pero luego actuamos de esa forma
con el corazón tan lleno de maldad?
Si de verdad nos encontráramos con ese tesoro del
evangelio ya habríamos vendido todas esas actitudes no buenas que llenan
nuestro corazón y no dejan paso a que sea Dios el que reine de verdad en
nuestra vida.
Por eso comentaba ya desde el principio, y eso primero
que a nadie me lo digo a mi mismo, que es necesario que con toda sinceridad nos
pongamos ante la Palabra de Dios y lo que pedimos en nuestra oración sea en
verdad con congruencia entre lo que es de verdad nuestra y lo que es nuestra
vida.
También nos habla Jesús en la otra parábola de la red
arrojada al mar y que recoge toda clase de peces, buenos y malos, pero que
luego habrá que ponerse a separar unos de otros. En el mar de la vida habemos
buenos y malos ¿en qué parte estaríamos nosotros? No nos es fácil responder si
lo queremos hacer con toda sinceridad, porque en nuestro corazón se nos
entremezclan muchas cosas.
Con la luz de la Palabra del Señor tenemos que
enfrentarnos de verdad a lo que es nuestra vida para separar y arrancar de
nosotros todo lo que sea un contrasigno a la fe que profesamos; aquí se trata
de transformar en verdad nuestro corazón, purificando, limpiando, arranco de
nosotros todos los malos sentimientos o las malas pasiones que nos puedan
dominar y hacernos caminar no por caminos buenos, sino por los caminos del mal.
Podemos escuchar que el Señor también nos dice a
nosotros, como le decía a Salomón, ‘pídeme
lo que quieras’. Que el Señor nos
dé esa sabiduría, esa capacidad de discernimiento, esa valentía del corazón,
para separar lo malo de lo bueno para que obremos siempre con rectitud, para
que sea en verdad el amor el que fundamente nuestra vida, para que con la
gracia del Señor resplandezcamos en santidad, porque al encontrarnos con el
tesoro del Evangelio de verdad lo hemos vendido todo, nos hemos despojado de todo eso que es como
un rémora, para seguir los caminos del Reino de Dios. Recordemos, como antes decíamos, que para aceptar, creer
y vivir el Reino de Dios, ya desde el principio Jesús nos pedía conversión. Que
no nos falte esa sabiduría de Dios.
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