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lunes, 23 de septiembre de 2013

La alegría de la luz de la fe que llevamos con nosotros

Esdras, 1, 1-6; Sal. 125; Lc. 8, 16-18
¿Para qué queremos una lámpara si no queremos que ilumine? La luz no es un adorno sino una necesidad vital. No tiene sentido que tengamos una luz y la ocultemos, porque quizá no queremos que otros se aprovechen de esa luz; es como si tuviéramos conocimiento de cosas importantes y no queremos compartirlos porque los queremos para nosotros mismos de forma egoísta. La lámpara de luz no es para tenerla apagada y oculta sino para hacer que esa luz ilumine a todos, nos ilumine a nosotros pero también nos valga para iluminar a los demás.
Pero, me pregunto, ¿no nos puede estar pasando algo así a los cristianos? Tenemos la luz pero no vamos con ella a iluminar a los demás. Estaríamos ocultando esa luz cuando no manifestamos la alegría de tener la luz de la fe en nuestra vida y no la compartimos gozosos con los que nos rodean. Sería algo bien triste una actitud y una postura así. Efectivamente muchas veces no  nos manifestamos gozosos de nuestra fe, orgullosos de nuestra fe, con ganas de trasmitirla a los demás.
Creo que sería algo en lo que deberíamos trabajar más en nuestra propia vida fortaleciendo nuestra fe. Claro, tenemos que sentirnos nosotros iluminados, haber descubierto en esa fe el sentido y el valor de lo que vivimos y de lo que hacemos. Siento lástima cuando veo a personas que se dicen creyentes y hasta religiosos pero que no saben tener alegría en su vida y en su cara siempre están reflejando que no llevaran sino amarguras en su corazón. Algo está fallando en esas personas.
No podemos dar la sensación de amargura ni de tristeza por muchos que sean los problemas que podamos tener en la vida. La fe nos hace confiar en el Señor, poner en El toda nuestra esperanza, y sabemos que siempre hay una luz que nos ilumina, y no solo nos ilumina sino que caldea nuestro corazón sintiendo la fortaleza de la gracia del Señor. Tenemos que crecer en nuestra fe, alimentar esa fe. Recordemos que a las doncellas que esperaban con las lámparas encendidas se les apagaron porque no tuvieron aceite suficiente. Que no nos pase a nosotros que se nos apague esa luz de nuestra fe. Tenemos que cuidarla, alimentarla. Ahí tenemos la oración, los sacramentos, la palabra del Señor donde alimentar cada día nuestra fe. Así tenemos que crecer espiritualmente para que no nos falte la valentía de mostrar esa luz a los demás.
Algunas veces pareciera que los cristianos vamos por la vida como acobardados o acomplejados ante el hecho de la fe que llevamos en el corazón y tenemos como miedo de trasparentarlo a los demás. Sabemos que a muchos a nuestro lado les falta esa luz en su vida, porque quizá nunca tuvieron fe, o la tuvieron pero la abandonaron cayendo en la indiferencia  y la frialdad que las ha llevado quizá a un ateismo práctico. Quizá personas así necesiten de la alegría de nuestra fe. Necesiten ver esa luz para que se despierte en su corazón esa fe y puedan llegar también a esa alegría.
La fe que llevamos en el corazón nos tiene necesariamente que hacer misioneros, personas que iluminemos a los demás con la fe que tenemos en Jesús. Siempre lo hemos de sentir como algo nuevo en nuestro corazón que nos da vitalidad, nos da fuerzas para el testimonio. No nos podemos acostumbrar a decir que somos creyentes y luego nuestra vida se quede en rutina y ya no sintamos el ardor en el corazón por trasmitir esa fe que tenemos en Jesús a los demás.
La alegría con que vivimos nuestra vida llenos de esperanza y con deseos de comprometernos cada vez más por hacer que nuestro mundo sea mejor es el mejor signo que podemos mostrar a los demás de esa luz que llevamos dentro de nosotros. Que no  nos falte nunca esa alegría, ese coraje, esa valentía para testimoniar nuestra fe.

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